su curiosidad. Esas personas que siempre han de girar la cabeza para ver quién habla, llora, ríe, cae.
Con la llave puesta las cosas eran diferentes y sabía que podía olvidarse del mundo; refugiarse en ese ostracismo voluntario. Oculto de las miradas y del ruido, sin apenas luz y con el aire justo. Incluso la música, su música, se oía lejana; y tan débil que parecía agonizar.
El desván era su pecera y en él podía pasarse horas; si no fuera por las necesidades más elementales, días enteros.
- Cuando muera, querré hacerlo aquí –dijo. Y cerró los ojos.
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