- ¡Su cerveza! Son doscientas. No está muy fría pero es la última que me queda.
Sin duda el camarero tenía una gran capacidad para la interrupción.
- Tenga.
Aquel beocio recogió el dinero que con tanto desprecio Augusto había dejado sobre las manchas de café que había en la mesa y, sin decir buenos días, se escondió en su local: un negocio decadente, olvidado y tan condenado al fracaso como muchos de los asiduos a aquella plaza.
“La plaza del caudillo”, como era vulgarmente conocida. Y no porque fuera éste su nombre auténtico, sino porque ocupaba, presidía, dominaba, por que no decirlo, el centro de la misma una estatua ecuestre del eviterno.
Seguramente aquél era uno de los pocos lugares en los que todavía se podía ver las cenizas de aquella falla grotesca, malquerida y felizmente incinerada que había sido la pasada España; con sus, su, gobernantes-ninots nunca indultados colgando de ella como hienas de su presa: desangrándola, despedazándola, devorándola viva sin cambiar de mueca. Insaciables dentelladas sin el perjuicio de una risotada.
Sin embargo, aquella estatua seguía allí; y quizás fuera esta la mejor forma de demostrar el inmenso desprecio que los vecinos sentían por el descastado.
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