sábado, 19 de diciembre de 2009

ISHAM


ISHAM


Añoro aquel tiempo de propaganda y falso positivismo,
de revuelta y crédulo anarquismo,
cuando, panfleto en mano y a falta de un buen salario,
quemábamos la ciudad empezando por el ayuntamiento:
el poder más cercano.

Seguíamos por los cuarteles y reventábamos las iglesias.
Con todos su feligreses.
Divino ese poder tan lejano.

Echo de menos las noches de difuntos rompiendo lápidas
Y el gong del monje tibetano
Y su falso gregoriano.

Y las túnicas azules de todas las damas haciendo del día la noche
Paseando entre fantasmas.

Hermoso ver las jaurías de perros como lobos acechando la ciudad.
Vengándose por los años de torturas y mal trato.

Drogados como niños soldado patrullábamos las calles y matábamos
haciendo de la tiranía bendición.

Aumentaron nuestros seguidores, nos hicimos fuertes.
Pusimos orden.

Redactamos leyes, aplicamos sanciones.
Encarcelamos disidentes.
Fusilamos intelectuales y artistas:
gente de la peor calaña.

Entregamos puestos de responsabilidad a analfabetos y lerdos.
Fue la victoria de los catetos.

Cambiamos la vida, la sociedad, el mundo.
Y de todo culpamos a los otros:
los necios son siempre los demás.

Desmontamos en un lustro generaciones de avances y esfuerzo,
particular y colectivo.

Todo lo que estaba bien terminó
Lo mal empeoró.
Lo peor se hizo costumbre y carne.

Manipuladas las referencias del pasado
imposible distinguir el bien del mal.
El fin de todo el sistema,
de su corrupción su blasfemia y su retórica,
estaba cerca.

Y a este fin dedicamos la victoria.

El anarquismo se hizo poder y este poder se devoró a sí mismo.
Era el triunfo total, el final del final.
Pero en todo plan hay un saboteador.

Se llamaba Angie:
ocho años, piel blanca, ojos negros, pelo corto, labios mulatos.
Manos de arpista.

Y lo peor: mirada de esperanza.

Con el vestido ensangrentado de su madre degollada
hizo una bandera.
Hizo y la izó.

En lo alto de una iglesia abandonada.

Desde aquel campanario sin campanas
pronunció un discurso sin palabras.

Los convocados sordos, los oradores mudos, los guías ciegos.
La siguieron.

Acampados en una tierra que nadie había prometido
crearon la comunidad del perdón.
Y todos, incluso yo, fuimos exculpados.

Veinticinco años de aquello
hoy reina en este mundo de hadas y genios.

Hace ya, mucho tiempo, sale el sol cada mañana.

A veces me pregunto dónde estuvo nuestro error.
Otras,
bendigo todo aquello que falló.

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