martes, 16 de noviembre de 2010

CABINET


CABINET

Conocí Al César en el Madrid de los locos:
algunos más que otros.
Fueron buenos días, porque pocos.
Reímos comimos bebimos nos quisimos:
ahora entiendo cuánto y porqué.
No nos despedimos con un apretón de manos. Por escaso:
yo le di un abrazo.
Él me pellizcó en el culo.
Ni lo entendí ni me gustó. Por exceso.
Lo olvidé.

No volvimos a vernos hasta pasado un año.
Tampoco vino solo. Por solitario.
Una obviedad.
Con mi guardia baja, dejé,
otra vez la confianza otra vez,
que me abrazara nada más verme.
Él colgaba de un bastón: reuma de senectud.
Pañuelo al cuello: nostalgia de juventud.
Cagao vaquero: sueños de rebeldía. Cassual Look.
Metrosexual: ideales de seducción.
Edad para la confusión.

Reaccioné a tiempo, salí del local. ¡Aire, que corra el aire!
Casi me ahoga con su intento de beso en boca.
Reflexioné y recordé. Comprendí.
Sentí gozo. El gozo intelectual de averiguar la razón.
La causa, el origen. La motivación.

Cortés pero valiente, volví a entrar.
Me presentó a su amigo. Lo suponía.
Traje de hombre, camisa de hombre. Zapatos de joven.
Piel cabello cuerpo de joven.
Amante de letras. Perfumado con Tinta Negra.
No podía ser de otro modo. Llámalo coherencia.
Buen escuchante. Observador distante.
Conversador interventor. Oportuno, nunca invasor.

Tal vez para no olvidarse, El César,
de que un día también lo fue. Joven.
Desvía hacia el opaco la mirada con los años.
Retrocede el deseo a un tiempo ya pasado y enterrado.
No quiere perderse en el olvido del tiempo.
El César.

Conversamos, bebimos, comimos. Nos reímos. Otra vez.
Fumaron. Esto es nuevo.
El tiempo escapa, los años cansan. Al César también.
Refugiándose ahora en el consuelo del joven.
Ya en Madrid lo vi, también refugiarse,
quizás esconderse
en aquel armario andrógino y largo.
Luminoso, sin embargo.
Y lleno de trapos raros.

- He salido, me dijo.
Arrebatado de sinceridad y de croquetas.

- Lo sé. Respondí. Lo he notado.
- Los años, ya sabes. Me han hecho viejo.
- Y claro.
- También, también claro.
- Me muero ahora por este chaval. Ya lo ves.
- Yo te ignoré en este campo:
donde los amores nacen se culminan y mueren,
con la semilla de un solo género.
Créeme, fue sin saberlo. Puede que fuera el contexto.
- Tú eres un comemierda:
te llevaste lo mejor de Cuba sin siquiera saber dónde estaba.
- Cierto. Ya pedí perdón por ello. Y siempre que puedo y me deja,
la consuelo. Sacrificado expío la culpa.

- Descanso ahora más tranquilo cada noche.
- Supongo. Y aliviado.
- Es verdad. No veas cómo me alivia. ¡Su vigor!
- Su juventud. Que como toda juventud mata.
- Mata al que no la tiene. Por eso me he blanqueado.
Quitarme esa oscuridad.
- ¿También tú?
- También. A él le gusta. Le pone. Y luego me pone.
Que es lo que a mí me pone.
- Al menos usarás protección.
- ¿Me estás llamando maricón?
Pues lo soy. También valiente.

- ¿Cómo has dicho que se llama?
- Dante.
- Lo suponía. Tienes cara tú de receptante.
- Cara y culo, cabrón. Ya que nos sinceramos.
- Y culo también. Ya que hablamos como hermanos.

El César le dio la mano a Dante.
Éste se la restregó por el cuerpo.
El cuerpo insultante varonil vigoroso fuerte de joven.
Con chocolate y helado.
El César le miró reptante.
Los dejé dándose un beso largo.

Me enseñó El César las cuatro caras del amor.
O cómo hacer el amor a cuatro patas y un bastón.

Pero a mí me bastan dos. ¡Y por esto no pediré perdón!

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