domingo, 29 de julio de 2012

DONDE SE ESCONDE LA LIBERTAD (Relato Corto)



DONDE SE ESCONDE LA LIBERTAD

Te veo partir, aunque ya no lo entienda. Al tiempo, escurre la lluvia por el cristal de mi ventana como se escurren mis recuerdos. Como te escurres tú. ¿Y tú?, ¿ quién eres tú?, me pregunto. Pero estas dudas tardan poco en disiparse: se van como la memoria, como el humo.
Sé que pronto vendrá alguien y ya no habrá ventana. Que oiré sus voces, ¿será por cariño que me hablan? Que sentiré sus cuidados, el calor de sus manos, la tibieza de unos besos asépticos: ya no me besan con amor, éste todavía puedo distinguirlo. Y los hilos del compromiso mueven sus labios.
Sé que mi ser es una carga de trabajo.
Igual que cada día, se empeñarán en sacarme de paseo pero yo no quiero. Ellos no lo saben porque no me preguntan y no me preguntan porque no respondo: ya lo he dicho, como el humo.
Me agarran fuertemente del brazo, me tiran, me empujan. Que me dé el aire, dicen; pero yo no quiero. En realidad no quiero nada. O ni quiero ni dejo de querer. Ya no veo la diferencia entre una cosa y otra pues hoy en mi vida no caben distingos; y menos aún voluntades.
Mi voluntad se fue hace tiem­po. Con mis ideas, mis ilusiones, mis esperanzas... Todo se perdió en el mismo viaje hacia la oscuridad total. Hoy mi mente es kilo y algo de requesón deshaciéndose en un frágil recipiente óseo. Se pasó de fecha.
Al principio sólo eran unos pequeños despistes. Me daba cuenta y corre­gía. Después perdí el sentido de qué era un despiste y qué no. En rea­lidad mi vida pasó a ser todo uno. La concatenación de ideas confusas una vaga noción del correr del tiempo, lapsus discontinuos en la arena de la vida. Como un saltamontes caía sobre horas al azar dejando enormes huecos en medio de mis días. Charcos de silencio en el camino que pronto aumentaron de  tamaño. Lagos donde mi orilla estaba cada vez más lejana hasta que me hundí en el océano total.
Y los recuerdos, ¡ay¡ los recuerdos. Tan vivos que podía agarrarlos, más nítidos cuanto más lejanos. La niñez... tan presente como cuando existió: setenta años antes. Por esto me decía que no, que lo mío no era mala memoria porque si lo fuese no podría ser que...
que lo que ocurrió hace tanto tiempo estuviera tan claro en mi mente.
Mis risas, mis juegos, mis gritos y alegrías. Mis juguetes, mis ropas, mi pueblo y mis amigos. La felicidad conservada en tarros muy pequeños. Pura mermelada de la abuela.
¿De pera o de manzana? Y una gran rebanada de pan untada con mesura pues eran duros tiempos. Pero no importaba porque más dulce era su amor: el mejor alimento de mi infancia.
No, no podía ser mala memoria si mi abuela todavía estaba ahí, la pobre, ¡tantos son los años que se fue!
Mirándome con una sonrisa mientras yo cocinaba el arroz viudo, el de los viernes,
que viene el novio de mi nieta. Sin embargo... lo hecho el día anterior... quedaba un poco más con­fuso. ¿No fue ayer que cociné este mismo arroz? Entonces... Será la edad.
Y mis dudas quedaban en secreto, no fuera mi familia a preocuparse.
Miro por la ventana donde las rayas de las gotas son pequeños barrotes. No puedo salir de este lugar, no sabría encontrar la puerta. ¿Qué es una puerta? ¿Cómo se abre y con qué parte de mi cuerpo? Porque... yo tengo un cuerpo, ¿no?
Todo lo que viví pasa hoy a cámara lenta. Es una vieja película de cine mudo donde incluso la velocidad se está perdiendo.
No hay voces, no hay música. Sólo me quedan algunas imágenes. Mis nietos, mis hijos, mis abuelos... desfilan ante mí en un angustioso silencio. No me pueden hablar esos rostros que se mezclan y confunden, que se alternan con lugares y vivencias.
Aquella vieja casa. Después el piso en la ciudad, tan pequeño. El estraperlo, el pan moreno, el sebo para guisar, la cocina de carbón. La sopa para comer, el huevo pasado por agua para cenar. El hambre. La miseria.
El hambre de los pobres no es la misma. Su miseria tiene una dimensión más profunda.
Su miseria es un abismo.
Pero la supervivencia se agarra como un escalador en una chimenea y compensa mares de penas con gotas de felicidad. La felicidad del pobre puede ser blanca, escondida en el último sorbo de un tazón de leche. O como el oro en el orujo de la oliva untando un pan de varios días.
Las visitas a la beneficencia, la caridad de los que tenían y de los que no, los zapatos de segunda mano y la ropa de tercera. Todo lo superamos. Trabajo sobre trabajo aseguró nuestra prosperidad.
No podía ser de otro modo porque no se podía estar peor. Años interminables de esfuerzo nos sacaron del barranco para dejarnos en la cuneta. Pero era algo. En realidad lo era todo, cuanto podíamos soñar. Los sueños del pobre también son pobres.
Y comenzamos a vivir dignamente.  La ropa se hacía en casa y la tela era nueva. El sebo quedó para la comida del perro, el pan dejó de ser oscuro. Pasaron los años sin dejar de luchar, pero sin uñas ni dientes. Bastaban las manos porque hasta la lucha era más digna.
Y el cuento de la lechera nos hizo pensar en la vejez. Estare­mos juntos, y yo te cuidaré.
El amor durará siempre y el calor de la familia superará al frío del invierno. El brillo en los ojos de los nietos, la envidia de los días de verano.
Pero no te cuidé.
Y tampoco envejecimos juntos, no tuvimos oportunidad. A ti te llevó el cáncer y yo me perdí en mi propio olvido. A todo vencimos menos a la enfermedad:
última marejada de una vida de tempestades.
Dice mi hijo que ya no sonrío. Que no quiero pasear. Que voy arrastrando los pies.
Que no tengo apetito. Que ya no hablo. Que mi mundo es un mundo de tinieblas.
Yo no lo sé.
Lo cierto es que no sé quién soy, ni siquiera si soy algo. Y cuánto durará ése algo en la memoria de los demás, pues mientras dure habré existido.
Mi vida ya no me pertenece porque yo no la recuerdo. Es parte de la vida de los otros
que son los que entre todos juntan mis pedazos. Superando el dolor reconstruyen las ruinas del hogar de mi existencia. Ellos... también necesitan saber que he vivido. Pertenezco al patrimonio familiar, pero los recuerdos son tan frágiles y están tan repartidos que mi presencia se volatiliza como el éter. Me pierdo en esta quimera donde estoy vivo y sin embargo no tengo vida. Donde vivo y sin embargo no existo. La vida es un ciclo, y conmigo se cerró el círculo. Vuelvo al punto de partida, el instante donde arranca mi niñez. Cuando era alguien que comía y dormía sin saberlo. Busco la postura fetal: un último gesto antes de la muerte.
Pero si entonces sumaba conocimientos hoy con prisa los resto. Los olvido. Cada vez más profundo en este océano de misterio, pasé por todas las etapas de aprendizaje de mi infancia. Olvidé sumar, olvidé vestirme, olvidé hablar. Olvidé quién era. Ya muy cerca del fondo, en ese lugar impenetrable para la mente lúcida, volví a comer con los dedos, dejé de correr, de caminar; caí y ya no supe levantarme.
Hoy floto en un líquido oscuro y espeso. Las voces, los ruidos y los golpes se filtran a través de esta sustancia. Llegan en forma de ligeras perturbaciones a mi murmullo interior. Otro lenguaje, otras sensaciones. Chispazos e interferencias que me alcanzan... ¡Desde otro mundo!
Ahora que no me preocupo de nada, que esta sustancia amniótica me alimenta y que no necesito pensar, he encontrado un nuevo estado mental. En él no queda sitio para el temor, para los altibajos de mis emociones. El paraíso donde no existe el sufrimiento ni la pena.
Somos un etéreo dispersándose en un éter. Fundiéndose mi energía con todo el universo. Vuelvo al polvo y las estrellas.
¡Ahhh!... cuando todos se van
cuando nadie me habla y atosiga, disfruto de la calma total.
Sé que no pueden entenderlo. Que para ellos soy su mayor sufrimiento porque acabaré en un despojo inmóvil, lleno de llagas. Que sentirán lástima por mí; y también asco, no me engañan.
Sin embargo, todo lo comprendo. Y esto es porque a todos he olvidado, porque he conseguido borrarlos de mi pensamiento: ya no pienso y nada entiendo. No es necesario.
He vuelto al universo fetal y, por fin, mi mente ya no es parte de mi cuerpo. Nada duele pues nada siento. Cada día es un paseo por el fondo, nada veo porque el mundo me es ajeno.
En cambio, ellos, quisieran sentir esta dicha. Aquí no hay fraude, no hay engaños.
No hay miedo, no hay tristezas, no hay heridas. No hay fracasos, no hay envidias.
Ya no sangro y mi alma ha dejado de sufrir. La felicidad perpetua es el olvido.
Allá arriba, en el mundo, quedan de mí un carnet de identidad y unos enseres: inútiles objetos que delatan lo que fui y cómo viví. Sumarias pertenencias de quien fue breve.
En mi condena está mi triunfo: prescindir de lo que soy y lo que no. No preguntar para qué estoy aquí, para cuánto tiempo y para quién.
Sin compromisos.
Libertad.
Esta soledad es absoluta, es la más grande. En ella hasta yo me he abandonado.
Me he desprendido de mi ser y mis angustias. Por nada volvería a ser lo que fui:
una persona.
Y en este camino por el túnel voy dando con todas las respuestas. Y las grandes preguntas caen una a una:
Que el sentido de la vida.... es ignorarla.
Que la familia te quiere cuando puede. Prueba desde lejos.
Que los hijos los tuve por el egoísmo de tenerlos, y el mismo favor hoy me es devuelto.
Que es la mayor de todas las falacias el amor.
Que la felicidad siempre está en un doble fondo.
Que el destino del hombre no está en este mundo
y que detrás de éste no hay ninguno.

Hoy mi universo es diferente. Formo parte de otra dimensión.
Siento un nuevo bienestar...
Soy un enfermo de Alzheimer pero...
Hoy
He encontrado la paz.

© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

No hay comentarios:

Publicar un comentario