martes, 7 de agosto de 2012

CARTA DE DIMISIÓN







CARTA DE DIMISIÓN


Dice el funcionario que vuelva usted, yo, mañana. ¡Será cabrón!
¡Este no sabe con quién habla! ¡Yo que le pago con los impuestos!
¡Que trabaja para mí, que es un…
Uhm.
Hemos empezado mal la historia.

El desconocido que con desgana atiende desde el otro lado de la mesa
nació en Massachusetts. En el año…
difícil saberlo se pierde su rastro entre los tiempos.
Hijo de españolitos hijos de emigrantes en busca,
no de fortuna sino de vida,
que abandonaron este país de pasatiempo y crucigrama,
de cerveza rubia mala cara y aceituna buena barata siempre mal pagada,
tuvo un día la ridícula ocurrencia de que quería volver a las raíces.
Revulsivo pensamiento de adolescente huérfano,
el tráfico es hijoputa en todas partes sin menoscabo de policías y radares,
que para más detalle se había dado aquel día
un fuerte golpe en la cabeza con el canto de la puerta.
Cuando volvió en sí, que no en sí mismo,
lo hizo con la interrogación que a todo ser humano alguna vez le cuelga:
¿a dónde voy de dónde vengo?

Creyó que en el país de los gringos no iba a ninguna parte.
Para encontrar su destino pues alguno tenía,
debía recorrer a la inversa el camino:
quedarían orgullosos sus ancestros.
Esa misma mañana compró un pasaje, solo ida,
en la compañía de cargueros La Transnostálgica.
Acostumbrado a la indiferencia, viajaría de polizonte solitario.

Dejó la casa de alquiler de su hogar de no acogida,
la bola del mundo los libros sin leer,
el álbum de fotos de una familia reinventada.
Y una pequeña hucha rota.
Dos días más tarde hacía autoestop en una carretera perdida
de La Mancha perdida de un país de perdidos.
Era época de vendimia. Rápido encontró trabajo. Mal pagado.
Fue subiendo hacia el norte según maduraba la uva
para terminar aquel 1984 en la lonja de pescado
de la húmeda ciudad de Santander. Ahí pasó tres años.
Barriendo escamas y sangre. Cargando hielo.

Tirando de genealogía obtuvo su segunda nacionalidad. Ahora española.
Por si las moscas.
Tirando de idioma materno filial, ganó una oposición de administrativo.
En la aduana portuaria: valoraban especialmente el conocimiento de idiomas;
para tratar con mercancías de contrabando y polizontes de tráfico.
Como él, qué cosas tiene la vida que va y vuelve.

Le asignaron un trabajo de bajo perfil y mediana responsabilidad.
No era gran cosa pero pagaba el alquiler, un poco de tabaco y algo de comida.
Si acaso, un par de cervezas en el bar más modesto de la calle Bonifaz.
Al menos trataba con gente nueva y rara cada día.

Siete años llevaba resolviendo problemas a un director incompetente
sentado a dedo por el cateto gobierno regional.
Siete años sin mudarse de pensión ni de marca de tabaco barato
ni de bar modesto ni de tienda de barrio,
otro superviviente como él ese dueño de bigote recortado y tristeza floreciente.
Siete años cuando aquel imbécil prepotente y sobrevalorado,
por él mismo y los babosos de sus jefes,
le soltó aquella soplapollez de que era él quien le pagaba:
un mediocre consejero de industria y juego para adultos
con facilidad para la adulación que se había ganado, por esto mismo,
el favoritismo del presidente local.
Otro cabrero con tratamiento de emperador.

Philippe, el adolescente nostálgico que buscando sus raíces
se enterró hasta la asfixia en un trabajo alienante mal pagado y sin salida,
ya no pudo soportar más insultos.
Salió de la minúscula mesa donde redactaba sus informes
y cogiendo con fuerza los dos kilos de hierro con forma de barco
que sin venir a cuento le regaló una mañana de domingo, en el trabajo,
su director,
le abrió con él la cabeza a aquel imbécil.
El consejero adulador público ofensivo profesional privado.
A continuación rellenó un formulario oficial y se lo grapó en la frente:
era un oficio de dimisión.

Philippe se volvió a su país desapareciendo sin dejar rastro.

Quiso un día poner los pies donde estaban sus raíces,

cuando las encontró borró todas sus huellas.


©CHRISTOPHE CARO ALCALDE


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