miércoles, 29 de agosto de 2012

POR ORDEN JUDICIAL (relato corto)




POR ORDEN JUDICIAL

Octavio iba a firmar aquel documento momentos antes de que la madre de todas las dudas, la conciencia, le atravesara el pensamiento igual que un tiro de gracia: definitivo.
En el suelo un bolso verde de viaje. A diferencia de otros casos en momentos de tensión extrema, no le pasó la vida entera antes sus ojos, pero sí los últimos 4 años 20 meses 9 semanas y 10 días. Era un comienzo, y un final. Arrancando en el mismo instante en que escribió su número de teléfono en una servilleta de la cafetería El Acantilado donde últimamente desayunaba. Por fin parecía tener la suerte de cara, se dijo aquel día en que Elodie, la camarera pelirroja sonriente y guapa además de otras bondades evidentes, accedió a intercambiarse ambos números de teléfono.
Octavio el menor de ocho hermanos, de ahí el nombre, nunca lo tuvo fácil. Su madre murió a los cinco meses, edad de él no de la madre, y en las espaldas de un conductor de autobús comarcal, comarcal la línea rural el chófer, recayó la responsabilidad de criarlos a todos. Todos chicos. Suerte que los dos mayores pronto empezaron a trabajar en la misma empresa de autobuses y esto mejoraba algo la situación económica.
No lo suficiente.
Su padre tiró la toalla tirando el autobús lleno de pasajeros y a él mismo por un barranco: 48 muertos más los polizontes no declarados. Como represalia social, la sociedad no puede vivir sin castigar culpables o inocentes, los hermanos fueron dispersados por casas de acogida y a él lo internaron en un colegio seminario. Se hizo mayor demasiado pronto.
A Octavio el colegio de los curas le fue bien y mal. Bien porque reforzó su disciplina, si esto era posible, más porque el aislamiento robó su adolescencia y parte de la juventud. Recuperó la libertad saltando un día por la ventana de su celda dormitorio en un tercer piso tras una agria disputa con un cura obsesionado por las damas.
El juego de damas al que Octavio le vencía siempre. No podía aceptar aquel cura que Octavio sin haber conocido dama, de las de verdad, fuera un experto en la materia. La materia del juego.
Ocho meses de juerga borracheras y varias bofetadas más tarde, de mujercillas haciéndose pasar por damas, puso freno a aquella recuperación acelerada del tiempo perdido. Y empezó a trabajar.
Sus estudios de teología le enseñaron que la voluntad del hombre es una cuestión de fe. Lo aplicó a rajatabla como dinamitador oficial en una empresa de construcción, sólo obra pública. Cuando el proyecto de carretera tropezaba con un muro de roca, Octavio echaba mano de su férrea voluntad y la volaba a la voz de ¡Ya!, perforándola con dinamita. El último trozo de roca hecha piedras y polvo fue a caer sobre el tejado de una cafetería de playa: El Acantilado.
Allí tuvo que ir Octavio obligado por su jefe a pedir excusas y ofrecerse en lo que fuera menester a modo de compensación. Tal sumisión hizo gracia a la camarera pelirroja, que sólo amaba la cafetería por las propinas, y surgió eso que llaman bonita amistad. De ahí al número de teléfono pasaron dos semanas, y ningún bofetón. Esta vez sí, la suerte y no las tortas, de cara.
10 meses 20 películas 60 descubrimientos 83 cenas y 267 polvos satisfactorios más tarde se casaron. No por la iglesia, la pelirroja era protestante protesta, protestaba incluso de ser protestante, y Octavio ya había superado el protocolario plazo de espera al dios del permanente retraso.
La boda sencilla los amigos pocos la familia menos. La suya dispersada, la de ella no se sabe que no lo cuenta.
Un año pagando alquileres les pareció aportación suficiente al bolsillo del casero. Las propinas habían aumentado desde que Octavio terminó la nueva carretera, la empresa de Octavio; acceso impecable a la playa para vecinos y turistas despistados. Todo comodidad ningún respeto al medio ambiente: eran otros tiempos; como hoy pero antes. A Octavio sus buenos oficios con el encendedor y la mecha rápida le proporcionaron un gran ascenso acompañado de una pequeña mejora de sueldo. ¿Lo compramos? ¡Lo compramos! Se dijeron el uno al otro frente a la valla publicitaria: “VISITE NUESTRO PILOTO”.
Descubrieron ese día que el piloto no era un hombre ni una luz roja en estado de emergencia, era un piso de 58 m2. Pequeño, pero la falta de espacio lo compensaba generosamente su precio de mansión. Era lo que había, tómalo o sigue con el alquiler. Además había dicho el señor ministro que ese era un país de ricos. De repente la especulación urbanística había enriquecido a la población y ellos sin enterarse.
Con algo de esfuerzo, sería un lugar para vivir siendo felices. O al revés, ser felices y vivir; el orden, el orden sí altera el resultado. Él rompió su cerdito de barro para ocasiones especiales, ella su lata decorada para ahorros extraordinarios, vaciaron los bolsillos y juntaron cien monedas de plata. Para llenar el cofre con monedas de oro acudieron a la gruta de los piratas. Por allí, en el acantilado.
Puertas abiertas alfombra roja todo sonrisas falsas facilidades. Un banco cualquiera les dio las monedas que faltaban, más otra bolsa para imprevistos. Así, medio escondida como contrabando. ¡La mar está llena de piratas! –les dijo el director con sonrisa de Pedro Navaja y parche de bucanero.
A cambio del cofre, del cofre de oro, recibieron tres llaves y una hoja de reclamaciones dirigida al maestro armero. Pero en el cofre no sólo oro, también sus vidas con una cadena.
Con la bolsa de los imprevistos pagaron impuestos licencias y contratos de suministro. Nada sobró, razón tenía el director. ¡La mar, llena de piratas! Les atracaron en cada oficina. Pero la voluntad de ser feliz es más fuerte que la recompensa: siguieron intentándolo.
Él seguía volando rocas, cada vez más grandes cada vez más riesgo. Un poquito más de dinero, cada mes.
Ella sonriendo a madres envidiosas de su buena silueta, a solteras envidiosas de su buen marido, a maridos envidiosos de no ser su marido, a solteros perdidos a solteras aburridas a viejos más muertos que vivos. A niñas petardo a niños insoportables. Petardos casi más grandes que los reventados por su marido. El bueno formal trabajador ejemplar. Amante incansable.
Tres años pasaron para comprar la última lámpara de techo. Sin vacaciones sin lujos innecesarios ni derroches, amueblaron la casa. A veces la felicidad viene en una caja de cartón, tiene forma de lámpara, se coloca en el techo e ilumina la habitación sin ser encendida. Por esto lo llaman felicidad, a lo otro, electricidad. En común tienen ambas que hay que pagar.
También por la casa: 36 mensualidades, 1000 días devolviendo monedas al banco de los cincuenta ladrones: dos por cada una prestada. Tres años yendo al trabajo, él en un todoterreno de empresa. Ella en Alfa de segunda mano. Bello y barato. Él por caminos de tierra, de piedras voladas y no: ella por la carretera de playa impecable. ¿Te gusta conducir?
Algo así debía ir pensando aquel conductor bemeuvista serie 3M cuando le embistió por detrás. Volaron ella y su Alfa por el acantilado mientras la radio del coche cantaba “Life is chance, life is a change”. Un estribillo apropiado. Octavio perdió toda esperanza cuando al décimo día de búsqueda encontraron el Alfa. Y la pelirroja en su interior arrugada, pero con una inesperada sonrisa. ¿Quizás murió feliz?
Seis meses después llegó la primera carta del banco sintiéndolo mucho apremio de embargo gracias por su confianza siempre fuimos su banco. ¡Piratas! –escupió Octavio en el papel con firma digital-. ¡La vida está llena de piratas!
Y él sólo no podía pagarlos a todos. Menos cuando la obra pública echó el freno, para ayudar a los bancos, y su empresa el cierre. Sin nadie a quien recurrir, la felicidad definitivamente había volado. Por los aires. 4 meses más tarde tenía enfrente a dos cuervos en legal representación de la manada de carroñeros: buitres quebrantahuesos y cuervos. Bancos justicia y gobierno. ¡Qué rápido es todo cuando se desmorona! –pensó.

Octavio iba a firmar aquel documento momentos antes de que la madre de todas las dudas, la conciencia, le atravesara el pensamiento igual que un tiro de gracia: definitivo.
En el suelo un bolso verde de viaje. A diferencia de otros casos en momentos de tensión extrema, no le pasó la vida entera antes sus ojos, pero sí los últimos 4 años 20 meses 9 semanas y 10 días.
El documento no era otro que le desahucio de su casa a favor del banco. ¡De aquellos piratas estos abordajes! –se dijo recuperando la gravedad filosófica de sus años de monasterio. La suerte unas veces viene de cara, otras te hostia la cara. Pero Octavio ya había recibido demasiadas a lo largo de su vida. Pensó que era el momento de ser justo, y devolverlas.
Dos semanas antes de que llegaran los cuervos apoyados por un ejército de carabineros se había hecho con un arsenal de cartuchos de dinamita y fuegos artificiales. ¡Para una barbacoa! –le dijo a su amigo de la tienda de explosivos donde se suministraba en tiempos de trabajo. Con todo aquel material había perforado el piso de ricos antes empobrecidos ahora: todos debéis hacer un esfuerzo estaba por encima de vuestras posibilidades, corrige el nuevo ministro al ministro anterior.
-¡Pero no ha recogido sus cosas! –exclamó el cuervo más alto.
-El banco sólo demanda la casa, no sus pertenencias –añadió el cuervo bajo.
Octavio iba a decirle que los piratas querían la casa y su vida entera de esclavo, pero lo cambió por:
-En la bolsa llevo lo que necesito. Don de voy el resto sobra.
-Usted sabrá –respondió el cuervo alto con la seguridad del obediente.
Octavio les devolvió el documento sin firmar, y dijo:
-Esperen un momento, tengo en este bolso mi última oferta.
-¡No caballero! ¡Ya no se puede! ¡El tiempo para negociar ya pasó, perdió su casa!
-Sí, sí puedo, esperen un segundo y verán cómo tengo razón.
Octavio se agachó y abrió la cremallera. Dentro del bolso una servilleta de papel con un número de teléfono, tres llaves, un emblema de Alfa, y un telemando.
-Mi última oferta –dijo antes de pulsar el botón rojo. Un piloto rojo.
Los cartuchos de dinamita estratégicamente colocados explosionaron según el orden diseñado por Octavio para que todo el edificio se viniera abajo. Al mismo tiempo, trozos de pared, de cristales, de ladrillos, salían despedidos hacia el exterior como metralla, alcanzando a los carabineros que no habían sido atrapados por la explosión. Sin tiempo de reaccionar, tan confiados estaban los cincuenta que acudieron para entregar una orden de desahucio a un desgraciado.
Coches patrulla, árboles, coches aparcados, todo quedó bajo la inmensa nube de polvo y escombros; productos colaterales de una voladura inteligente. Entre el denso humo, una secuencia perfecta de fuegos artificiales elevándose en el cielo. Azules, ocres, amarillos, verdes, púrpura, rojos. Lluvia de color propia del gran espectáculo de acoso y derribo al que los grandes carroñeros habían sometido a Octavio. Tras años de experiencia, él les ofreció su mejor obra.

Cuando cesó el concierto pirotécnico, la nube marchó con el viento y volvió el silencio. En medio de aquel campo de batalla, de un David enfurecido contra un Goliat desmedido, un sencillo gorrión fue a posarse sobre la montaña de cascotes. Piando, quedó mirando el nuevo escenario.
Quizás pensara anidar en él.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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