sábado, 11 de agosto de 2012

RUEDA DE QUESOS (relato corto)





RUEDA DE QUESOS

Didier tenía una brillante trayectoria en el mundo académico cuando decidió que era momento de cambiar. De dar un empuje a su vida para encontrarle sentido a tanta promesa frustrada.
Profesor de literatura contemporánea, enseñaba a sus alumnos cómo formarse en la tarea de escritor… promesa. Su trabajo consistía en convencerles de que podían ganarse la vida juntando letras como piezas de puzle. Bastaba con encontrar cuál encajar. No tenía en cuenta si sus alumnos carecían de talento o no les adivinaba futuro alguno en el mundo de los libros. Sabía bien de lo que hablaba: él siempre fue una promesa.
Pero cuando una alumna con pocas luces y ninguna educación que faltó dos clases de cada tres reventó las listas de ventas con un cuento infantil para adultos, lleno de insultos sangre muertos y faltas de ortografía, decidió que había fracasado completamente: lo suyo eran las promesas, no los éxitos.
Dejó las clases el mismo día que Elaya, su alumna aventajada triunfadora por accidente, afirmó que quería ser escritora. Lo dijo como se hacen ahora las cosas importantes: en un plató de televisión previo pago por la primicia en el programa más grosero de la parrilla nacional. A Didier le sobraban todos. No pudo más.
Había heredado un modesto negocio de reparación de calzado a la muerte de su padre, siete años atrás. El taller estuvo cerrado todo ese tiempo, desde el mismo día que la última palada de tierra tapó el rostro del muerto. Didier dijo no querer volver a hablar de él. No porque su padre le hubiera maltratado, abusos, cosas de esas que dan juego dramático. Todo lo contrario. Pero necesitaba cerrar etapa: siempre había sido un hombre de decisiones drásticas, de capítulos nuevos. Como en los libros.
Con frecuencia había dicho que el negocio del viejo olía a queso. El negocio la ropa las herramientas, incluso él, su padre, olía a queso. Reconvertiría el viejo taller de reparación en un negocio de producción artesanal de quesos. Lo suyo serían las especialidades por colores. Nunca entendió por qué llamaban queso azul a algo que no era. Viniendo de las letras le parecía una incongruencia intolerable: pondría remedio.
En su oferta habría quesos azules de verdad: azul intenso, azul cielo, azul Prusia, cerúleo. Su preferido. Pero también verdes rojos amarillos lilas y toda la paleta de colores que se podía imaginar. No le interesaban las ventas ni el éxito comercial ni la viabilidad del negocio. Su objetivo era la experimentación.
Pensó que debía formarse correctamente para no ser un aficionado, un vulgar advenedizo como su alumna exitosa. Acudiría a los mejores productores de queso de la Europa central, siempre quiso visitar ese territorio. Había llegado el momento de unir ambos intereses. En una semana estaba olfateando y degustando toda suerte de queserías por la Francia profunda. Sin tener muy claro qué era esto de profunda porque Francia es una tabla, pero en fin. No era el propósito del viaje las correcciones lingüísticas. De ahí pasó a Bélgica Holanda Alemania Austria Italia y Suiza. Para la cuarta semana de viaje ya tenía perfilado el producto.
Notó que todas las queserías visitadas olían a taller de reparación. De calzado. Estaba en lo cierto, por tanto, con el negocio de su padre. Sus quesos no lo harían: pocas cosas pueden ser tan desconcertantes como un queso bermellón con sabor a bota campera. O un queso verde primavera con olor a zapato de fiesta tacón de 20 centímetros. Y esto es lo que ocurría con los quesos degustados. Corregiría esta incoherencia.
De vuelta a casa, en un tren descapotable pintado rosa y maquinista top less, lástima que fuera hombre, escribió toda clase de fórmulas químicas para el desarrollo de sus ideas. Como hombre de letras, siempre pensó que la química constituía la simbiosis perfecta entre matemáticas y literatura de vanguardia. Disfrutó con el ejercicio mental. Y hubiera completado su carpeta de apuntes de no ser porque en una parada técnica subió al tren una estrella del pop mal oliente mal vestida con ínfulas de intelectual germen de opinión y de tendencias que se sentó a su lado: le amargó el viaje. No podía con la mediocridad elevada al estrellato. Suerte que una racha de viento inesperada al salir de un túnel en los Alpes franceses la succionó del asiento llevándosela al cielo. Nadie preguntó por ella ni se sorprendió: era una estrella al fin y al cabo.
Saltó al andén entusiasmado con las nuevas ideas. Y porque sus dos gatos salvajes le estaban esperando con la mejor de sus sonrisas. Nada sustituye al amor de gato. O gata. Dos meses más tarde levantaba por primera vez la persiana de su negocio, pintada en rosa en homenaje al tren.
Cuidadosamente distribuidos por colores y olores, se podía ver la más hermosa colección de quesos jamás imaginada. Quesos en gamas azules, azules de verdad, en el extremo izquierdo. Quesos ocres amarillos y sienas al centro. Rojos de todas las tonalidades, desde el naranja sanguinoliento hasta el burdeos más intenso, a la derecha. De diferentes tamaños: pequeños como guisantes los picantes. De una ciruela los dulces: para metérselos en la boca y llenarla de gusto. Del tamaño de una manzana los amargos. Un homenaje a blancanieves, tal vez, o la traición del subconsciente bíblico. Sea como fuere, los transeúntes fueron inmediatamente atraídos por el colorido de aquel nuevo escaparate. Comenzaron a agruparse en la acera, después la calle hasta obstaculizar el tráfico de coches y personas.
La seducción total vino cuando Didier abrió la puerta y dijo: -Pasen. Está abierto.
Al hacerlo, miles de matices aromáticos emanando de sus quesos salieron del local. Invadieron la acera, la calle, el barrio. La ciudad. De boca en boca saltaba la misma pregunta: -¿Qué es este olor tan maravilloso?
Y las narices olfateando el aire como chuchos se dejaban conducir hacia el origen. Desde el cielo se podía ver cómo el gentío hipnotizado formaba corrientes radiales cuyo epicentro era la tienda de quesos. Masas de personas dominadas por sus aromas bloquearon los accesos al negocio. El barrio quedó colapsado.
Didier, refugiado tras el mostrador, comprobaba asustado cómo los pedidos no cesaban. En pocos minutos le habían vaciado el local, y quien tuvo la fortuna de adquirir alguno de sus quesos ahora se encontraba acorralado por clientes sin producto.
Pronto comenzaron los insultos entre la muchedumbre. Los empujones, los golpes. En escasa media hora la batalla se había desatado, pegándose y mordiéndose unos a otros para hacerse con unas migas de queso. Orejas, narices, manos, brazos, piernas, arrancados a mordiscos y esparcidos por el suelo. La calle, el barrio, la ciudad, fue el más sangriento campo de batalla que jamás narró historiador alguno. Ni imaginó.
Cuando cesaron los gritos de histeria, les siguió un silencio aterrador.
Didier reapareció del agujero bajo el mostrador donde se había escondido y se enfrentó a un espectáculo para el que no estaba preparado. Abandonando su negocio, ahora destrozado, avanzó por la calle sorteando cuerpos, trozos de cuerpos, y sangre. No sabía si era más horrible el silencio o el fétido olor a carne despedazada.
Así caminó durante horas, evitando el contacto. Imposible no ensuciarse con aquel líquido viscoso y pegajoso que teñía el suelo de rojo burdeos. Tres días y dos noches después de no ver y pisar más que muertos en proceso de descomposición, terminó por acostumbrarse. Al quinto día se estaba alimentando con ellos: suponían una abundante oferta de proteínas al alcance de la mano sin razón para desaprovecharla.
-Yo sólo quería experimentar –se dijo en tono condescendiente.
Para el décimo día tuvo otra idea revolucionaria:

Haría mermeladas de carne. Azul


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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