domingo, 12 de agosto de 2012

WELLCOME TO NEVADA (relato corto)




WELLCOME TO NEVADA


Gwenaëlle y yo dormíamos cuando un disparo me despertó sobresaltado. -¿Qué ha sido eso? –pregunté inútilmente a mi acompañante, pero ella seguía roncando como una burra. Me arrepentí entonces de haberme acostado con esa desconocida, ya era tarde. Suele pasarme a menudo. No acostarme con mujeres, sino arrepentirme.
A Gwenaëlle la había encontrado en un bar de carretera. Un bar de mierda de una carretera de mierda de este país de mierda que me toca recorrer de arriba a abajo persiguiendo sospechosos. Hasta el día que me contrate para seguirme a mí mismo y me detenga. En tanto no llegue ese bendito momento, sobrevivo.
Paré en el bar porque me estaba durmiendo. Casi tres horas conduciendo mi viejo Buick y ya iba por mi tercer golpe de sueño. Me gusta conducir, hacer kilómetros tras alguna sombra cuya vigilancia me ha sido confiada. Con frecuencia, asuntos de celos. De sospechas de infidelidad, lo mismo faldas que pantalones. A veces ambos.
El problema es que el ronroneo del motor me adormece como a un bebé el arrullo de su madre.
No sé si tendrá algo que ver el hecho de que me engendraran en el asiento del acompañante de un Chevrolet negro, y que ocho meses más tarde me parieran en el asiento trasero de un Ford amarillo. Me arrojaron al teatro de la vida con el peor color para la escena. Así me ha ido.
El caso es que me detuve, ya perseguiría a la sospechosa más tarde. Eran las cuatro y hacía un calor asqueroso. Mi Buick no tiene aire acondicionado pero es descapotable, y algo es algo. Dentro del bar dos clientes inmóviles echando una partida de cartas, un camarero gordo cuya imagen estaba dominada por un grueso bigote, y una mujer sentada junto a la barra bebiendo absenta. Supe qué bebía cuando me pidió que le invitara a un trago. Nada más verme. Ando escaso de efectivo, acepté de mala gana pero quizás aquel espantajo tuviera alguna información valiosa para mi caso.
Se notaba que había vivido rápido los días. Dijo tener 36 pero aparentaba 50. Quizás fuera por esto que terminé sentándome a su lado: las jóvenes hermosas me intimidaban. –Lo mismo para mí –pedí al camarero quien me sirvió con un gesto burlón. -¿Tienes un cigarrillo? –me preguntó la desconocida girando exageradamente el cuello tratando de verme. Era evidente que estaba algo mareada. -¿No has oído hablar de la ley antitabaco? –respondí indulgente y rácano. Demasiadas invitaciones para tan poco rato.
-¡A la mierda tú y las leyes de mierda! John, dame un pitillo querido.
Nada se podía esperar de un alcohólico, así que no me molesté. Contra todo pronóstico, estuvimos bebiendo y diciendo estupideces durante casi tres horas. Su conversación era monótona y en ocasiones ininteligible, pero estaba tan intrigado por los jugadores inmóviles que no quise marcharme sin saber qué ocurría.  La nuestra fue el tipo de charla sin interés que se tiene con una desconocida en un bar que descubres por primera vez:
A qué te dedicas qué haces dónde vives estás casado tienes hijos invítame a otro trago guapo son cien y la cama pero me caes bien te lo hago por 50 vamos querido cómprame tabaco.
Me dejé engatusar más por aburrimiento que otra cosa. Aquella fulana rota no me gustaba nada, pero ya estaba oscureciendo, había bebido demasiado y sólo me quedaban dos puntos de carnet. Todos perdidos por exceso de velocidad o tasa de alcohol elevada. Seguro que esos cabrones estaban otra vez ahí fuera esperándome, así que pregunté al camarero si conocía algún motel barato que no anduviera muy lejos. Me anotó una dirección en una servilleta con letra copperplate gothic número 10 muy elegante que me dejó sorprendido. Los camareros prefieren la Cracked Johnne, dicen que se parece más al whisky. Éste tenía clase, después de todo.
Pagué tres botellas, dos que nos habíamos bebido y otra para la noche, dejé propina en agradecimiento a su letra y me marché. Al salir miré de cerca a los jugadores de cartas: eran muñecos de cera. –¡Para hacerme compañía cuando falla la clientela! –me dijo el camarero acostumbrado probablemente a que todos preguntaran. La fulana nos acompañó, más a la botella que a mí, pero qué importa. Cuarenta minutos por una carretera estrecha y sin señalización más tarde habíamos llegado.
El motel no era el Sheraton pero parecía un lugar tranquilo. Atendía una recepcionista zafia y mal educada que dijo estar trabajando en ese tugurio desde su inauguración hacía diez años. Me contó que, en plena depresión, 1932, un aventurero que había ganado algo de pasta con las apuestas montó el negocio. Por supuesto no dio ningún dinero y fue su ruina. Se pegó un tiro y ella, que por aquel entonces no era más que una clienta con intención de suicidarse por haberla cambiado su marido por un hombre más joven, se quedó con el motel. No había nadie más para atender a la policía o arreglar los asuntos con la funeraria. También recibió la indemnización del seguro: en aquel tiempo de escasez se pagaba bien que la gente se quitara del medio, reducía el paro y al presidente Coolidge le convenía.
Pagué la habitación y después de escanear mi pupila derecha con su aypad VII me tiró la llave con desgana.
-Tomad, parejitaaa –murmuró burlona.
Lo toleré porque reflejada en un espejo vi una recortada debajo del mostrador apuntando a los clientes. Su superioridad armamentística era incuestionable. También porque siempre anduve escaso de autoestima, razón por la cual me hice detective. Resultaba más fácil ir detrás de las personas que hacerles frente. Siempre me insultaban y nunca supe defenderme.
La fulana me seguía callada, olfateando como un perro la botella a la que no perdía de vista. El resto de acontecimientos para ella eran irrelevantes. No obstante, pidió:
-Vamos al ascensor, mi amooor.
Yo padezco un TOC claustrofóbico desde que siendo niño me quedé atrapado en una botella. Dentro había un barco y pensé que si el barco había podido entrar, yo también. Lo conseguí pero cuando una hora después de andar correteando por el barco en dique seco quise salir, no pude. Fui rescatado siete años más tarde. Otro niño inquieto encontró mi mensaje de socorro en una botella que lancé desde el barco donde viví todo ese tiempo. Alimentándome de arenques y ron. Por esto, no tomamos el ascensor.
Y porque los moteles de carretera que se ven en el cine son siempre de planta baja. Nunca hay ascensor en planta baja. Y éste era de película.
Entramos en la habitación y tiré las llaves sobre el aparador con el mismo gesto despectivo de la recepcionista: que no me atreviera a decir nada no significa que no me doliera. Puse la botella sobre él y mi sansonite para viajes de duración indeterminada. Yo mismo la había pintado de color azul, y puesto la pegatina de sansonite. En realidad era una imitación de mala calidad comprada en el chino del barrio, pero solo lo sabía yo. Y los millones de dueños de auténticas sansonite.
Me fui al baño a ver cómo andaba el tema de la limpieza, soy inflexible en este punto, y para cuando salí la fulana ya se había trincado la botella. –Hola amooor –me dijo baboseando. A continuación cayó como una piedra sobre la cama y se durmió vestida. No sería yo quien le quitara la ropa para un poco de sexo sucio. La limpieza es lo más importante. Ya lo he dicho. Mejor, pensé. Tengo tarea pendiente.
Llevaba la maleta llena de exámenes tipo test. De esos que marcas la casilla con una cruz y un lapicero especial procurando no salirte del cuadradito o te funden. Exámenes para abogado, para profesor de artes visuales, para video artista de vanguardia, escritor contemporáneo cineasta de culto dramaturgo clásico renovado. Incluso dentista, aunque de estos practicaba menos: me había dado cuenta de que no soportaba el mal aliento. Llevaba exámenes para todo aquello que en mi vida no me había servido para nada. Por eso los hacía: trataba de comprender lo incomprensible y asir lo intangible. Y que mi mente intuitiva era incapaz de descifrar.
Hice un par de ejercicios sobre cómo transformar el video arte en cultura de masas donde saqué baja puntuación. Suelo fallar en este tema. Para levantar la moral, afronté el examen número 57 con preguntas acerca de cómo adornar la entrada de casa con una instalación de arte moderno y no quedarse sin amigos. Según la hoja de respuestas, aprobé raspado. Tema difícil este. Cansado, me eché a dormir.
La fulana roncaba con grandes rebuznos. –Fulana de día, burra de noche, 24 horas cargando miserias de otros –me dije-. Está peor que yo.
Gracias a los exámenes yo había desarrollado un pensamiento simbólico concreto extremadamente útil que me ahorraba mucho tiempo las raras veces que me daba por pensar. Ya no me dolía tanto la cabeza.
No recuerdo nada más hasta que sonó el disparo cuatro horas más tarde. En plena fase REM.

-¿Qué ha sido eso?


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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