martes, 18 de septiembre de 2012

ABANICO DE POSIBILIDADES (relato corto)




ABANICO DE POSIBILIDADES


Últimamente ando algo deprimido. Con la moral por los suelos y al autoestima debajo. No consigo mi mayor objetivo, la meta para la que me he preparado toooda una vida, sin reparar en gastos ni escatimar energías: un suicidio limpio. Mi asesinato perfecto.
No quiero huellas incriminatorias ni dudas de autoría. Las primeras, porque plantean grandes conflictos legales de copyright. Las segundas, por lo mismo. Ya que va a ser mi gran obra, la definitiva, que al menos me lluevan royalties para salir de la miseria.
Pero no lo consigo, no esto último de la miseria y demás, sino lo otro, el suicidio perfecto. Por ello estoy deprimido que no al revés. No vayan a creer que por deprimido busco el suicidio. No, no, nada de eso. Mi vida es un lujo, un oasis en un desierto de soledad y tristeza. Para el resto la arena para mí el agua y las palmeras. ¿Cómo iba yo a estar deprimido con esto? Por tenerlo todo es que busco algo nuevo. Lo que no haya probado, y en este último año, diría que casi todo. De todo con todo y, con todos. Todo que es nada, sin resultado.
Empecé con lo más evidente: un arma de fuego. Las armas blancas me plantean un problema de definición: no se puede ser arma y pasarse por blanca, haciéndose la inocente, la que nunca ha hecho nada. Mi elección fue, pues, semántica. Probé con la escopeta, me gusta ser contundente. Y para un buen liquidador de especies no hay herramienta mejor. Definitiva y concluyente. Aunque algo ruidosa para mi gusto.
Tras varios intentos frustrados, disparé a la lámpara al cuadro de la pared a la foto de mi primera esposa, esto no fue un error fue un acierto, concluí que debía reformar la herramienta. Un mal profesional siempre culpa a sus herramientas, ese soy yo.
No me llegaba el dedo al gatillo, o si lo hacía no apoyaba el cañón en la sien. Demasiado largo éste o demasiado corto el brazo. Ya he dicho que soy de los que culpan a sus herramientas, acorté el cañón para no alargarme el brazo. Tuve que meterle la sierra de recortar gastos, siempre a mano siempre en uso siempre por eso desafilada. No quedó fino el corte.
Con el cañón de dos palmos, me arreé un tiro entre los ojos que me quemó las pestañas, y mira que las tengo cortas, e hizo mis sesos puré. Otra vez contra la pared. Y una quemadura en la frente que ríete tú del cáncer de piel. La camisa de flores perdidita de sangre, el suelo de a cien euros el metro cubierto de un charco, yo tirado, sucio, descompuesto. Nada de postura de muerto: brazos en cruz, expresión serena, mirada perdida, o profunda según el ánimo del espectador. Esas cosas tan correctas.
Que no, que no me gustó la escena. Con el estruendo los vecinos se asustaron, llamaron a la guardia civil, que se personó en el lugar a su velocidad habitual: relativa. Multa por escándalo público y retirada del arma por tener la licencia sin los pagos al día. Lo habitual. No hubo suicidio limpio ni asesinato perfecto. Mal intento.

Armado, nunca peor dicho, de valor, decidí probar con las cuchillas, que al ser un arma blanca con otro nombre no me planteaba problemas de conciencia. Además, yo buscaba la inconsciencia, resolví con este método mi total incoherencia.
Creyendo que la marca no era lo importante, después de todo yo, no lo valgo, en el supermercado me hice con dos paquetes marca… blanca. Reconozco que caí en mi propia trampa, ¿pues qué hay dentro de marca sino la palabra arma? Resultó ser un arma blanca, por tanto. Tarde advertí este conflicto de intereses pues al hacerlo ya había usado yo los dos paquetes y difícilmente me sería el importe reembolsado. Nada importante por otra parte, era más una cuestión de orgullo. De mantenerme fiel a la palabra, los ideales, los valores, esas cosas en desuso.
Con las cuchillas no dejé un músculo sano. De brazos y cuello. Aprendí por la vía de urgencia qué significa estar cortado. Nada que ver con la vergüenza, oiga. Un chandrío, vamos. Piel a tiras, venas reventadas, escozor insoportable y sangre por todas partes. Otra vez todo perdido, lo que digo: no daba con el suicidio limpio. Perfecto. El servicio de urgencias trató de reanimarme de ídem. Ya era tarde y me dieron por muerto. Lo que estaba, aunque no un muerto perfecto que era lo que yo buscaba.

Abandoné las armas, negras y blancas, y me pasé a las drogas. Blancas. Genéricamente utilizadas para intoxicar a la población. Ahora las llaman genéricos.
Di un palo a una farmacéutica, porque primero se lo di a la farmacia y como no dolió tampoco funcionó, nada pillé, por tanto. La mujer, la farmacéutica no una que pasaba por allí ni la vecina del cuarto, vació su despensa de antidepresivos y ansiolíticos. Si los famosos los toman, por qué no yo, me dije pleno de convicción. Vete y revienta cabrón, recuerdo que me contestó llena de desprecio y rabia. No la culpen ya lo hago yo: seguí su consejo y me los tomé de una sentada. Creo que estaba sentado pero esto no es muy seguro. Y con zumo de limón, quita el mal sabor y dicen que es muy sano. Limpia no sé qué cosas. También del cuerpo.
Resultado: nadie me avisó de que echaría espuma por la boca y babearía igual que un niño. ¡Qué digo un niño! ¡Un viejo que da más asco! Tanto que mi propio vómito me daba arcadas y náuseas. Vamos, que era la mayor repugnancia incluso para mí mismo.
Lo sentí por aquel camillero que en su celo profesional se empeñó en hacer el boca a boca a un muerto. Y vaya que lo logró: al cabo de diez minutos estábamos muertos los dos. Se atragantó el muchacho con una molleja, mi cena de la noche anterior.

Frustrado con este nuevo fracaso pensé en el gas como agente noble. Me intoxiqué con argón por eso mismo, dicen que es un gas noble. Veinte botellas que le compré a un chatarrero del barrio, sin vergüenza ladrón y grosero.
Con el gas inflé la casa, en la casa estaba yo. Respirando a pleno pulmón. Mareado caí al suelo, en el viaje una mesa en la mesa una esquina. Hostión en la sien, ¡en la que no podía apoyar la escopeta!, muerto dos veces muerto. Pero mal.
Por la sien ensangrentado, por el gas amoratado ojiplático: aún no he perdido la capacidad de sorprenderme, reconozco mi falta de mérito. De madurez, pues a estas alturas ya no debería sorprenderme por nada. Anyway, ensangrentado amoratado de asfixia y con ojos de sapo no era la imagen soñada que tenía de mí mismo muerto. Quedé muy mal en la fotografía que aquella sanguijuela me publicó. Crónica de sucesos, apenas media columna, investigado que fue un accidente doméstico.
Ya lo he dicho, otra sonora derrota a la que añadir la saña de falta de reconocimiento: tanto esfuerzo y dinero para confundirme con un vulgar incidente.

Perseverante que soy, y escaso de liquidez, opté por liquidarme alcoholizado. Nunca mejor dicho y valga la redundancia. Compré varias cajas de vino fingiendo que montaba una fiesta, que se ha de dar explicaciones por todo. ¡Qué suerte la suya espero que lo pasen bien vuelva si necesita algo estamos para servirle! –me  contestó la payasa.
Me las bebí de una tacada. El vino, no las cajas. Aunque quizás debí pues con el vino, lo de siempre: vomitera verborrea desinhibición exhibicionismo mareos coma etílico muerte por intoxicación alcohólica. Otra vez el vecino tocahuevos comprensivo y fingido. Otra vez en una camilla marrano y culpabilizado. ¡Y yo quería el suicidio limpio anónimo perfecto! Para este caso, sucio acusado y condenado.
Él se lo ha buscado, dijo la enfermera que me lavó con cara de asco. Casualmente, hermana de la cajera que sonrió y me echó la maldición amable. Sé que ella pasó un mal trago, la enfermera y valga de nuevo la redundancia, porque a su hermana le dijo que hoy había limpiado a otro asqueroso borracho. Me dolió, a qué negarlo.

Pensando que estuvo el error en la precipitación, preparé una nueva versión de este plan. Si otros lo consiguen, ¿por qué yo no? Estuve bebiendo con moderación seis meses, tal y como aconsejan las autoridades sanitarias y los fabricantes de cerveza. Algo no funciona si ambos están de acuerdo.
A falta de moderador experto me hice el honor a mí mismo: bebí, bebí y bebí hasta que me reventó el hígado. ¡Lo conseguí! –me dije con inocente entusiasmo. El hígado descompuesto me puso amarillos los ojos, azulada la piel, mucho sudor, mal olor y mal aliento. Un asco de tío, vamos. Otro asco, para ser más exactos. Por no mencionar la diarrea crónica y el despilfarro en ropa interior.
Con el afán que tiene el estado en controlar tu vida y milagros, se empeñaron en que yo era sujeto de lástima y motivo de redención social: me incluyeron en el programa de trasplantes anónimos y reparaciones urgentes servicio 24 horas llame ahora. Todo un éxito, el programa reality show, que no yo.
Fallo hepático a las tres de la mañana del octavo día en la lista de espera. Muerte por colapso generalizado, certificado de defunción etiqueta en el pie sello en la frente al depósito a saludar a la gente. Me reconocieron la familia y los amigos, ¡a joderse el muerto anónimo! Y feo azulado mal oliente. Que no que no que no era lo que yo buscaba. Renuncié a la bebida definitivamente.

Si las drogas blancas no funcionaron pensé que quizás el error estuvo en la elección del producto. Me pasé a las drogas negras. De esas que por ser ilegales dan tanto dinero a algunos. La cocaína era cara, la heroína me dijeron que infalible y rápida. El crack había que fumárselo, no estoy yo para eso, que me da la tos y me atasco. Y dicen que fumar provoca cáncer, mejor evitarlo. Para el suicidio perfecto debe estar el cuerpo sano. Opté por la respuesta B, y aposté doble o nada.
Buscando entre callejones contacté con camello de mierda que me vendió su mierda a precio de petróleo y oro. Mira que la vida es cara, pensé, pero la muerte… la muerte se está poniendo imposible. Cambié el coche de mis sueños por todas sus existencias. Iba tan colgado el camello que aceptó este engañoso trato: he dicho que era el coche de mis sueños, no que lo tuviera.
Decidí hacerlo bien esta vez, compré de segunda mano la discografía de Nirvana completa. Nada mejor para el dolor de cabeza, para causarlo, y querer morirse cuanto antes. No fuera a arrepentirme en el momento más delicado. Con sus guitarras arrastradas y esa pinta de mendigos en prácticas, hice lo propio.
Tirado en un viejo sofá del rastro me metí un pico que fue la envida de los presentes. Esta vez no me lo echan a perder los detalles, me dije con una asertividad nunca conocida.
Pero una cosa es la teoría y otra el intento, la práctica va después, con el tiempo. La aguja demasiado grande, se la robé a un veterinario de ganado caballar, la heroína demasiado cortada la dosis demasiado fuerte las ganas demasiadas ganas. Me destrocé la vena me atravesé el brazo me salió la aguja por el otro lado. A sangrar nuevamente a ponerlo todo hecho un asco otra vez a llamar a la ambulancia el vecino de los huevos a intentar reanimarme a morirse en el trayecto sobre un charco sangriento. Otro malogrado intento.
Y el agravante de un sofá por limpiar o pagar.

Pasó el tiempo y yo acumulaba deudas y chascos. Recordé que la zorra de mi ex con frecuencia decía que su padre se había matado a trabajar. Aquello era falso porque el mediocre profesor de matemáticas sin aplicación alguna a la vida práctica murió de viejo, sin embargo murió limpio perfecto. Decidí probar suerte, o mala suerte pues no estaba claro qué convenía más, y ofrecí mis servicios de hombre multiservil a una cadena de hamburguesas.
Humillado por todos insultado por todas a cambio de un sueldo que era nada y restos de comida, subsistía malamente o moría lentamente, que descubrí ser lo mismo. Seis meses duró aquel suplicio de recoger lo que otros tiraban y besar el suelo que pisaban como si hubieran hecho algo importante en sus vidas de mierda. El tiempo justo para pagar el sofá, y morir empujando el carrito de la comida, basura.
Por eso mismo, por esparcir la basura delante de todos los clientes y caer sobre ella, y ponerme perdido de mostaza kétchup y carne picada, y asustar con el espectáculo a comensales y esclavos, y aparecer otra vez en la crónica de sucesos capítulo muertes violentas, me demandó la cadena y fui el muerto más endeudado publicitado y odiado de ese año académico. Me quedé sin suicidio anónimo limpio perfecto.

Ya que lo de matarse trabajando no funcionó me pasé al otro extremo: me moriría de risa. A ser posible viendo cómo otros se joden y trabajan y además están contentos de poder hacerlo. Lo de la risa deja más arrugas pero dicen que es una muerte feliz. Una vez más, para lograrlo, contaría con los servicios del estado. Secretos, en este caso.
Haciéndome pasar por el espía que surgió del trópico me presenté en la embajada que mi país tiene en un paraíso fiscal de renombre. Pequeña, no hay espacio para tantos, pero mona. Toda ella pintada en encarnado y gualda. Que decir rojo es de comunistas y ahora toca ser capitalistas santos, aunque esclavos.
Dije poseer valiosos documentos que revelaban las fuentes que habían filtrado, se llama así lo que antes era chivarse sin más, a las fuentes que habían pasado los documentos a güiqui lics. La información era de primer nivel, por tanto. Como su precio. Literalmente la primera en esta cadena de soplones.
Me pagaron lo que dije y en metálico, a cambio de una caja de zapatos. En ella, de niño fui guardando nombres de chicas a las que pediría su mano, intentos no cubiertos; de chicos malos del colegio a los que daría una paliza si pudiera; de chicos peor que malos que sí pudieron darme la paliza; de profesores tiranos, de maestras metemanos, sólo de las que me ignoraron que uno tiene sus principios; ejercicios con problemas de matemáticas sin resolver; fórmulas químicas mal aprendidas; e incluso traducciones de inglés suspendidas. Que de todo hubo en una vida de milagros.
Pero mi documento estrella, el que definitivamente convenció de la autenticidad de la información y revalorizó la operación, fue mi análisis de texto sobre un poema de Baudelaire “Las Flores Del Mal” que el experto número uno en espionaje de alto nivel del ministerio tradujo como “Eje Del Mal”. Una vez en casa, con las cuentas saneadas y las deudas pagadas, me jarté de reír durante días. Sin embargo no morí.
Estaba comenzando a impacientarme cuando me sobrevino el ataque mortal definitivo. Ocurrió comiendo una langosta en el mejor restaurante de la costa azul. Un camarero tuvo el mal gusto de conectar el televisor y, peor aún, convocar a los presentes al visionado de la rueda de prensa que con carácter de urgencia interrumpió la programación de todas las cadenas. Como si nos fuera en ello la vida a los ricos que allí comíamos.
El presidente, circunspecto como siempre, y su primer ministro en la lista de delfines anunciaron en rueda de prensa masiva que gracias a la profunda, costosa y larga labor de espionaje de los servicios de inteligencia del país, una peligrosérrima banda terrorista había sido desarticulada in extremis. Con la eliminación a tiros de su líder miles de vidas se habían salvado pues el comando estaba preparando un atentado de gran impacto social para el que disponían de un nuevo gas, desconocido pero mortal.
El peligroso líder no era otro que mi archienemigo compañero de pupitre, nombre que guardé repetidas veces en mi caja de zapatos, zapatero de profesión con esposa, hijos e hipoteca. Un hombre con una “doble vida: padre de familia honrado por el día, peligroso asesino de masas de noche”. Dijo el delfín y asintió el presidente. El gas, una de las reformulaciones químicas de mis ejercicios incapaz de resolver.
Como digo, el ataque de risa fue mortal pues me atraganté con la langosta. Y esto me puso muy contento pues pensé que por fin lo iba a conseguir… De no haber sido porque en la mesa de enfrente una principito europeo candidato a rey por el partido republicano, de viaje por el mundo en busca y captura de primera dama para iniciar su campaña y lavar su imagen de putero irresponsable, se sintió amenazado con mis risas y aspavientos.
Su escolta, necesitada de una acción relámpago con resultados inmediatos para no perder el empleo por falta de presupuesto, me cosió a balazos.
En realidad quien me cosió fue el forense después de certificar que en mi estómago había peligrosas cantidades de polonio. Producto desconocido por mí hasta esa fecha y con el que se dijo que yo iba a eliminar al principito. También se dijo que mi muerte fue accidental: alergia al marisco. Y que la escolta hizo cuanto pudo por salvarme la vida.
De nuevo sangre en el plato, roto y cosido, y en las noticias. Otra decepción.

Iba a tirar la toalla cuando tres días más tarde, tomando el sol en esa costa supuestamente azul y sobre una gran toalla tirada en la arena, ya he advertido que iba a tirar la toalla y esto era un ensayo, a un marica de playa con bañador paquetero musculitos anabolizados y bigotón engominado le oí decir que su pareja le iba a matar a polvos. Una sugerente alternativa hasta la fecha por mí ni siquiera imaginada.
Escaso de material quedaba en ese terreno de dunas curvas túneles y algún espigón justiciero. Vuelta al anonimato, desconocido por todos y sin ganas de perder el tiempo en conversaciones de aproximación, caras cenas de seducción y tortazo con insulto de postre, opté por la vía rápida: agencia de contratación.
He de reconocer que esto de tener dinero facilita mucho las cosas, pues el book, así lo llamó la madame, de modelos sin modelo a seguir, de aspirantes a actrices y actrices que lo aspiran todo, de chicas de alterne que te alternan por otro con el yate más grande, putas sin declarar y practicantes convencidas era tan llamativo, y apetitoso, que tras un minuto de duda inicial quise contratarlas a todas. Si quería morir a polvos mejor cuanta más práctica.  
No pudo ser: el principito y su escolta habían reservado la primera mitad del catálogo. Para mí de la N a la Z.
Los primeros días fueron difíciles, tanto trajín y mi falta de hábito, tuve que adaptarme. Aunque a eso de pasarse el día en la cama viendo cómo te la comen por turnos y con una sonrisa, a eso se hace uno rápido. Para cuando llegó la S ya estaba en plena forma; en la T a Tatiana le dejé un recuerdo imborrable, no diré cual por estar en horario infantil; y en la V pensaba cantar Victoria.
Victoria: pelirroja, ciento ochenta centímetros sin desperdicio, labios carnosos, también los de la boca, ojos de pantera, dedos de pianista, muslos de amazona, caderas de samba, y sorpresa de Víctor. Número redondo, veinte centímetros de sorpresa. Rápido aprendí el significado de que te mataran a polvos, me acordé del maricón de playa y su poca ilusión por las grandes hazañas, no me gustó la idea. Salí corriendo.
En la puerta estaba Víctor bloqueándola, esgrimiendo su mejor arma. Qué si no. Sexo salvaje o muerte: me tiré por la ventana. Cuatro pisos de hotel cinco estrellas no dan para pensar demasiado, ni me pasó la vida por delante ni nada. Tan sólo vi acercarse peligrosamente los asientos de un testarossa descapotable. Todo un acontecimiento pues la mayoría eran de techo duro.
No podía ser de otro modo, otra vez al estrellato. Espachurrado contra el cuero y, lo peor, desnudo con sospechas de sado maso. En esta ocasión la vergüenza y la verdad se hicieron carne. Todo un escarnio. La prensa sacó un titular ocurrente: “El suicida en cueros contra el cuero del rossa”
Una nueva derrota a sumar al suicida imperfecto.

No puedo negar que este nuevo descalabro, en su sentido más amplio, produjo en mí una gran desazón. A nadie le gusta ver su cadáver desnudo abochornado, primera página a todo color, en los periódicos más amarillistas del universo informativo. Avergonzado de tanta notoriedad envenenada, y asqueado de seguir en mi línea perdedora, huí de Francia cruzando los Alpes. A pie, por ver si me moría de cansancio o frío.  Como sospechaba no ocurrió, pues al punto de quedarme congelado, unos sherpas abandonados a su suerte por un ochomilista sin fronteras ni vergüenza, me socorrieron con lo que llevaban puesto: café de puchero y güisqui de malta.
Que uno quiera suicidarse es muy distinto a dejarse matar por unos nadies: huí de aquel grupo enemigo y caminé durante días la montaña hasta que entre las rocas y bajo un manto de nieve encontré un monasterio. Apartado de todo mundo conocido.

A dos mil quinientos metros de altitud, con voto de pobreza y de silencio, viviendo de la miseria que da la tierra, me pareció un lugar idóneo para morir. Esta vez, de pena. Convencido de que sí ahora sí, puse todo de mi parte. A su voto de silencio y de pobreza yo sumaría el de tristeza. Vagando por los pasillos y claustros estuve cuatro semanas, tiempo que tardó el superior del monasterio en pensar que tal vez lo mío de vagar fuera por vago y actuó en consecuencia: me ordenó trabajar el huerto. No le hicieron falta las palabras, ni siquiera los gestos: me arrojó las herramientas al suelo. Fue, por así decirlo, muy indirecto.
Ni protesté pues viendo la aridez de la tierra y la dureza del clima no podía sentirse uno más desolado, iba por el camino correcto. Sin nadie con quien hablar, despreciado por los monjes, tras mucho cavar sin recompensa y no comiendo otra cosa que raíces y gusanos, entré por fin en parada anímica. Todo mi ser era pellejo de desconsuelo y hueso de tormento. Todo mi cuerpo era un quebranto: mis manos como las raíces que comía, peladas y retorcidas, mis ojos hundidos como la tristeza que sentía. Mis pies, dedos muertos por la congelación y las heridas. Me fui apagando, marchitando más apropiado ya que se trataba de un huerto, hasta que caí al suelo confundiéndome con las hojas muertas. Qué bien –pensé-. Aquí no hay testigos, nadie me busca. Esta vez… sí.
Iba a dar mi último suspiro de ilusión, muriendo feliz de pena satisfactoria y entero, cuando una masa de bronce de tres mil kilos me cayó encima. El campanero, apostó contra Fray Camorras quién haría sonar la campana más fuerte más alto más lejos de un solo golpe de cuerda. Cantero antes que fraile, por supuesto ganó el reto. Aunque por dejar sin oportunidades al contrario pues Fray Camorras sólo pudo ver la campana salir volando, golpear contra el muro del monasterio, rebotar, caer al suelo tropezar y rodaaar y rodaaar… sobre mí.
Huelga decir que hasta los gusanos sintieron asco, y huyeron del lugar corriendo. Sí sí, corriendo, nunca vi cosa igual. No les culpo, yo también; y eso que ya me estaba acostumbrando a ver mi cuerpo hecho pedazos.

Tuvo que ser un gusano, precisamente un gusano cómo no se lo pregunté antes yo que me había comido tantos o quizás por esto, el que me diera la solución al gran proyecto inacabado de morir suicida silencioso perfecto:
Y es que no hay muerte más indiferente, que deje menos testigos e importe menos a nadie, que ésta de seguir viviendo.
Allá voy. Presiento que sí por fin sí, nadie me mira nadie me escucha a nadie le importo aquí sentado, en mitad de la plaza de esta gran ciudad de fantasmas.

Ahora sí, lo estoy consiguiendo.


©CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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