sábado, 6 de abril de 2013

PERIFERIAS



PERIFERIAS


Vivíamos en un barrio de blancos manchados amarillos pálidos negros tizón:
perros verdes todos.
De musulmanes, obreros e inmigrantes vestidos con ropa sin marca
y zapatillas de mercadillo.
Con algo de hambre muchos hijos y toda la tristeza del mundo
sofocando las calles como niebla espesa, amarga e irritante para los ojos.
Molesta siempre para la vista.

Esas calles bacheadas de aceras estrechas. De árboles viejos y enfermos.
Aparcamientos imposibles y cacas de perro pisadas.
De bazares chinos, bazares marroquíes;
bazares patrios con retraso de años haciendo la competencia al resto.
Resignados todos a la baja escala social de los desposeídos.

De talleres sin medidas de protección comercios en venta.
De persianas grafiteadas paradas de autobús desiertas.
Oficinas bancarias, quién lo diría, cerradas.
Supermercados sucios con fruta pasada y
productos sin desembalar por los pasillos.

Por los bares de humo y decadencia circulaban camellos, droga,
putas de saldo que la mamaban por cinco pavos. Diez si era completo.
Los niños mugrientos aprendieron rápido el valor
de una buena navaja en el bolsillo. Con el valor para usarla.
El más lento o cobarde cambiaba de barrio o se iba al otro barrio.
Las niñas mugrientas aprendieron rápido el valor de unas buenas tetas,
aunque fueran de plástico,
un pintalabios chillón y una falda bien corta.
Cuanto más de una cosa y menos de otra, tanto mejor.

El ayuntamiento cerró los colegios por falta de asistencia:
la falta de educación llenó después la cárcel provincial con los rebeldes.
Con aquellos que no fueron directamente y en lo mejor y peor de su juventud,
al cementerio.
La policía nos evitaba porque no quería problemas.
Los taxistas no se arrimaban.
El autobús ardió junto a los cubos de basura y las vallas publicitarias,
arrancadas por los vándalos y el viento
en competencia por saber quién era más fuerte.
Cualquier amago de disciplina era considerada represión.

Hicimos del barrio un lugar inmundo para vivir donde perros gatos y criminales
eran los dueños de la noche.
Un atraco al centro médico mató al personal de guardia.
Nadie ocupó su puesto al día siguiente y no volvimos a ver un bata blanca,
o verde o azul.
Ya no se podía curar lo incurable. La miseria nos contagió a todos:
barrió a la población como antaño barrían las hojas de los árboles.
Mucho antes de que éstos enfermaran. Y murieran.

Hoy grandes buldócer han arrasado con lo poco que en pie quedaba:
algún monumento de piedra, adoquines cuarteados, troncos secos
y edificio vacíos. De personas y cosas:
los asaltadores se llevaron cañerías, cables, puertas y ventanas.

El ayuntamiento al servicio de los especuladores ha aprobado la creación
de un gran centro de negocios.
Con galerías comerciales, franquicias, cadenas de restauración, bancos,
salones de juego para niños, salones de juego para adultos, multicines,
aparcamientos de pago e incluso un museo.

Dicen que se llamará Museo del Recuerdo –como todos.

Yo más bien creo que será un museo al abandono, y alguno de nosotros
debería figurar embalsamado en el vestíbulo del centro.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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