miércoles, 23 de octubre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte LXXVI (novela corta, de momento)



Tanto se había acurrucado el muchacho contra Fausto que éste sentía la humedad de su ropa.
-Deberías cambiarte. Vas a agarrar una pulmonía. ¿Qué tal ese pie, ya no te duele?
-¡Claro que me duele! Merde! Pero si me suelto voy a rodar por el suelo, y no me apetece. 
-Yo te sujeto, no te preocupes. Pero has de cambiarte.


Charles se hace el remolón.


-¿Qué ocurre, no me dirás que te da vergüenza? ¡Con esta oscuridad casi no te veo ni yo!
-Pues por eso, tú me vas a ver…
-¿Y?... Mira, ya sé. Tengo este abrigo. Cúbrete con él ya está. 
-Ahh, qué frío… 
-Enfermarás si no me haces caso. Y aquí estos salvajes son capaces de arrojarte al mar. No creo que haya medicinas para nosotros. Y mucho menos un médico. 
-Tienes razón. Déjame tu sitio, tú aquí afuera haz con el abrigo una cortina y yo me escondo contra la pared. Ahhh, qué frío.

Seguí el carguero vibrando como gelatina y en el pasaje, flasheado por la luz de los relámpagos, se podían ver las caras de susto y preocupación. De miedo. Agarrándose unos a otros, a los bancos, a lo que fuera con tal de no salir despedidos contra la celosía del albergue y acabar en cubierta, o en el mar. La situación era grave para los no acostumbrados a viajes transoceánicos. Sólo algún niño, y algún adulto con experiencia o embriaguez, podía dormir. Fausto formó un cambiador de circunstancias colocando el abrigo entre las dos paredes del rincón. En apenas un metro cuadrado, el muchacho agazapado tenía algo de intimidad. En ausencia de relámpagos y con la dura noche de tormenta, total. 



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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