lunes, 23 de junio de 2014

HUMANIDADES ENFRENTADAS, parte 14



Que las cosas pueden ponerse muy feas sólo con la intervención… ¿divina? En mi caso sí: Divina. Pues fue ella la que me castigó por lo ocurrido con su hijo dejándome en la puta calle. Sólo el vecino de rellano me vio pasar ahí la noche cuando volvió de parranda a las cinco de la mañana. Notablemente borracho me preguntó: <<¿Quiedzes endtradr zdeñoditaa?>> No me reconoció y tanto mejor. Sin esperar la respuesta cerró la puerta y quizás tropezó con algo porque oí el hostión que se dio contra el suelo. Pensé que quizás se había matado porque ya no supe nada de él en toda la noche.

Al otro lado de la puerta, estaba yo. Así que, técnicamente, esa fue la primera noche que dormí con alguien en la bendita madre patria: España. Y con un galleguito borracho que ni me tocó. Otra gran conquista del emigrante que no se contará a familiares ni amigos, quienes sólo creen lo que quieren oír: que la vida te va mucho mejor desde que te fuiste.


Definitivamente, la guerra con el niño de su madre se había desatado: comencé a odiarle. Aunque a quien debía odiar sin remisión era a su madre, por acción pues ella lo estaba educando con esas convicciones; y a su padre, por omisión: permitía sin intervenir que la madre malcriara de tal guisa a sus vástagos.

También aprendí cómo es el proceso, lento pero sumamente efectivo, de la creación de un tirano. Para este caso dos con el esfuerzo de uno porque el hermano pequeño imitaba al grande y averiguó por sí mismo que bien podría ser yo el objeto de sus peores deseos. Los conflictos se sucedieron y fueron in crescendo. La guerra es lo que tiene: siempre busca aniquilar al enemigo no importan los métodos que la convención de Ginebra es para nenazas. Mi guerra con los hijos de puta, era total. Guerra de desgaste y no relámpago. Guerra de acoso, de intoxicación, de desinformación, de propaganda, de ideas, de acusaciones: él me acusaba la divina le creía yo callaba y era reprendida.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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