viernes, 3 de febrero de 2017

TIEMPO DE SABAÑONES

TIEMPO DE SABAÑONES



Arrimado a la lumbre pasa las tardes el abuelo Jacinto. Corta unas lascas de queso y unos dados de jamón que acompaña de aceite virgen y vino rancio.

Llamaradas de encina seca calientan algo la cocina y mucho más la chimenea. Por ésta se escapan pavesas de tristeza y suspiros de aburrimiento: al abuelo Jacinto le acompaña Felisa.

Menos abuela pero más cansada.

Harta que está de esa vida en el campo.

Apta sólo para nostálgicos desinformados que vienen de la ciudad los domingos conduciendo sus Mil Quinientos. A ochenta y siete por hora y trotando El Patio De Mi Casa.

Disparan a los conejos roban setas queman algo de leña para calentar el almuerzo y con esto afirman que podrían vivir en esta tierra de aulagas y lagartos.

Pero antes de ponerse el sol ya salen todos zumbando, no vaya a cogerles lo oscuro fuera de la protección de sus casas.


Felisa blasfema porque lo ponen todo perdido y Jacinto se queja de cómo revientan los caminos.


Un perro algo sordo pero con el olfato intacto aguarda su limosna de jamón, pan o queso. Con suerte, de las tres cosas que a veces de todo cae al suelo.


La gata se arrebuja entre la falda más larga que negra de Felisa la triste. Lamenta los dos hijos que se fueron a la guerra: el mayor al cuerpo de infantería donde cayó cuerpo a tierra.

El más pequeño perdió la cabeza, por una piedra perdida de una bomba perdida que por un piloto perdido fue arrojada sobre un pueblo cualquiera. Y en medio de la sierra perdido.

Curioseando entre las paredes ametralladas recibió el hijo la piedra y nunca más se supo de ella, ni de él.


La vida ya no fue la misma para estos abuelos sin nietos, quienes en silencio asumieron las pérdidas en un duelo perpetuo.


Como noctámbulos siguen su diaria rutina de trabajar comer dormir trabajar. Arar sembrar cosechar las duras terrazas de tierra sedienta. Y también llena de piedras.

Alimentar limpiar alimentar limpiar matar: dos marranos que son la carne para todo el año. Trece gallinas para los huevos y el caldo. Veinte conejos para el arroz con patatas.

Y de ciclo en ciclo vuelta a empezar cada año diez años más viejos y malgastados por estos pagos de soledades y fríos. De pocos cambios, de crecimiento lento y sufrimiento largo. De zorros robando huevos a las perdices de jabalíes hozando de corzos brincando entre púas de rastrojos de tejones escondidos en madrigueras y matojos.

Alimañas para el hombre del campo cuando en los bichos silvestres no encuentra beneficio inmediato.


Jacinto se frota con vinagre los sabañones. Ha probado remedios más escatológicos pero ninguno funciona.

Culpa al agua del pozo, que está fría como la muerte.

Del índice al meñique tiene lentejas rosadas que se agrietan como cuero seco, e hilos de sangre se mezclan con el jamón, el pan, el queso; mientras rumia que éste será otro invierno cabrón en el que ni con toda la leña del cobertizo tendrán para darse calor.

Felisa no le presta atención: a ella le serpentean varices como culebras por ambas piernas. Nunca estuvo bonita, pero ahora se muestra horrorosa.

A pesar de todo, irán aguantando hasta que se congele la sangre. Llegado el momento, frente a un fuego caduco perecerán sin que nadie se entere.

Puede que algún curioso de los que vienen en sus Mil Quinientos los encuentre tiesos como estatuas si antes no se los han comido los perros, o los gatos o los zorros.

Poco alimento; que mucho antes ya engulló a Felisa el abandono a Jacinto el aburrimiento.

Ambos, devoran como lobos.


Nadie llorará su pérdida ni reclamará su herencia.

Si acaso, hurtarán las perchas de chorizos aireándose en el desván.


© CHRISTOPHE CARO ALCALDE







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