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miércoles, 2 de marzo de 2011
ATONIA
ATONIA
Aquella preciosa niña de ojos azules y pelo negro
me acompañó en la cartera hasta que se rompió la foto:
foto que nunca le hizo justicia. Foto pequeña foto blanco y negro.
Noventa y ocho fueron los meses que nació con retraso:
retraso para haber sido gemela.
Setenta y dos los meses que vivimos juntos. Poco tiempo.
Tiempo de perseguirnos: por los juguetes por la casa por el sitio.
Y de perseguir ancianos del asilo de al lado.
De tirar piedras a aquel viejo canalla y malo.
De hacer maldades por el barrio. Solitarios.
Tiempo de negros y largos inviernos.
Con Epi, Blas, Gustavo y la bruja averías.
Y de sentirnos abandonados. Cuidando el uno del otro.
Esta era la teoría, porque yo la malcuidaba y ella se resentía.
Tanto fue el amor y compañía que nos faltó
bajo la luz fría de un techo pintado de verde desesperanza.
Los bocadillos de mortadela leyendo mis libros de naturaleza.
Pocas veces los de la escuela.
La voz un poco chillona y gangosa de un diminuto televisor
enseñándonos a contar. Contar al menos hasta tres globos.
Todos se pincharon con la mala gestión de los años que después vinieron.
Jugábamos partidas de ajedrez
con la despreocupación de que no había nada que perder. Ni ganar.
O tal vez sí: vencer al jaque de la soledad.
Por un movimiento u otro, falso o arriesgado, esa fue una partida que ambos perdimos.
Partí un día la partida, y partí. Le partí el corazón.
Pudo haber sido mi alma gemela
de haber nacido en el momento adecuado. Así,
fue un alma perdida.
Atemorizada se refugió en las compañías de la calle.
Que no eran buenas ni malas pero mejores que la no compañía
de ese lugar pintado de verde.
Verde más desesperanza que nunca.
La vida marcó nuestro destino sin consultarnos..
Frustró el mío, el de ella lo vació.
Y además la culpó.
Durante años vagamos a la deriva en pequeñas balsas de desamor.
Faltos del abrazo salvavidas que dijera, tranquilos,
aquí estoy yo.
Huyendo del vacío y del miedo,
aquella preciosa niña de ojos azules tropezó múltiples veces.
Dejándome en cada caída un trozo de vida:
grandes son las muescas que dejan los errores en la culata del alma.
Sólo buscaba amor, virutas desechadas del que le faltó.
Unos se endurecen, otros pierden. Ganar no gana nadie.
Vagabundeando por las callejuelas sin salida de la adolescencia
siguió sufriendo. Por lo mismo de siempre:
¿qué hice mal para que no me dieran un poco de cariño?
¿fueron los demás o fui yo?
La vida más cruel cuanto más puede serlo,
también de esto la acusó.
Los ojos se le tornaron grises. El pelo se volvió ceniza.
La sonrisa empequeñeció.
Dame unas migajas de alegría, dame de tu compañía un solo beso
que me conformo con eso.
Dime qué tengo que hacer pues portándome bien, no bastó.
Dime cuándo me será devuelta la infancia feliz que me robaron.
Si llegará el día en que podré vivir sin miedo.
Cuándo la noche, la soledad y el abandono,
se irán de debajo de mi cama.
Si podré soltar el lastre de haber sido siempre comparada
y volar por fin siendo yo misma.
Dime que también soy alguien. Aquello que hice bien.
Que de algo ha de servir haber vivido.
Dímelo al menos una vez.
Aunque pienses que es mentira.
No sé si contarte que tendrás, una vez más,
que conformarte.
Que tal vez vivir sea resignarse a lo que toca.
Y lo que no.
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