miércoles, 14 de octubre de 2009

ESPEJISMOS

ESPEJISMOS


Patrullando entre las rocas de este acantilado violento
descubrí los restos del último naufragio:
objetos y vísceras encarcelados en sus grietas de cuarzo.

Salvada del hundimiento encontré una bitácora.
Y su cuaderno y sus notas.
Y sus notas a pie de nota.
Mensajes ocultos de un hundimiento anterior al hundimiento.

Reconstruí con ellos el último capítulo
de una historia plena de aventuras.
Y desventuras.

Descubrí una vida atormentada
perdida en el abismo.
El mismo que engulló aquel barco a la deriva.

Allí estaba escrita
fragmentada y dispersa
la carta del adiós definitivo.
Palabras enredadas entre doctrinas de chamanes y curanderos
Ideas copiadas a falsos profetas
Sueños importados en el todo a cien de la prensa quincenal
Catálogos de fin de semana inolvidable en paraje de ensueño,
con sueños de pesadilla que no se mencionan.
Hilachas de otro mundo es posible con un mañana mejor
Consejos para ser feliz servidos por periodistas fracasados
Tentaciones de aventura en los confines de la tierra
impresas en catálogos de barrio
Medidas drásticas de cambio animadas por consejeros de sillón
Soflamas, cantinelas y cuentos de hadas para ingenuos sin personalidad
Cantos de sirena que solo cantos son:
el abrazo letal que te paró el corazón.

Con estos retazos he escrito una novela que ya conocía
reconstruido una historia vivida y perdida.
Con ella guardada en un cofre de maderas innobles
preparé un funeral.

Asistieron el chamán, el curandero, el profeta,
el periodista mentiroso, el editor fracasado, el libertador enjaulado.
El clérigo oportunista.
Toda la corte de cuentistas y estafadores de sueños.

Ellos te mataron. Yo te enterré.
Pero el duelo no fue compartido.

Sigo patrullando el acantilado de la soledad
aguantando los embistes de unas olas furiosas
en permanente estado de azote y desgaste.

Sólo tengo que esperar,
sé que la zozobra de quienes navegan en solitario
traerá a esta costa un nuevo naufragio.

Supervivientes de lejanos fracasos,
con el viento esperanza llenando sus velas ajadas.
No moriré en el intento.

lunes, 12 de octubre de 2009

40ª PÁGINA DE MI NOVELA "EL AMOR ES ROJO PASIÓN". Disponible en www.bubok.com

granito cuidadosamente escogido por el marmolista y los que pagan. Esto, si dos estacas de madera que devorará la intemperie no nos recuerda anónimamente, poniendo, como nada mejor puede hacerlo, cada cosa en su sitio.
- ¡Pues sí, Angélica! ¿Te parece mal?
Ella se levantó enfadada y sin hacer el mínimo esfuerzo por ocultar ese estado de bienaventuranza, preguntó:
- ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
- Augusto.
- ¡Pues no parece que sea un nombre de presidentes, precisamente! –remachó al tiempo que se daba media vuelta- ¡Lo que tiene una que oír! ¡Y además, hueles mal! –apuntilló; y se fue.
"Pero sí de emperadores" –se dijo Augusto; indiferente ante su enojo pero profundamente dolido por la referencia a la colonia; sabía que lo había dicho únicamente para molestarle. No obstante, disfrutó viéndola alejarse: caminar con garbo; otra vez el vestido ondulando; con la mochila colgando de la mano, casi arrastras; ese pelo negro... Sí, le daba personalidad. Había hecho bien cambiándose el color. Una anagogía hasta que desapareció. Tenía genio, demonios; aunque esto no siempre fuera motivo de orgullo. Augusto creía que con frecuencia se confundía genio con carácter cuando, en realidad, en muchas ocasiones no fuera más que un exceso de mala leche y falta de control o de respeto. Una razonable prudencia le hacía dudar, estar siempre alerta, con esas personas a las que, en cambio, todo el mundo alababa, incluso perdonaba sus excesos; justificándolos siempre con un: "¡Es que tiene un genio!". Como si esto fuera algo a imitar o valioso.
Había que estar alerta, por lo tanto; no fuera a convertirse ese “característico rasgo” en la pesadilla diaria que no hay quien soporte.
Augusto vio que “El Collar” seguía encima de la mesa. "Al menos no se lo ha llevado" –pensó mientras se incorporoba- "Un día yo te regalaré un collar, ya verás".
Lo recogió y ya estaba abriendo la puerta del bar cuando oyó que el camarero le llamaba.
"¡Qué querrá este pesado!" –masculló mientras se acercaba a la barra.
- ¡Ehm! Si no te importa... son setecientas cincuenta.

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- ¡Oh! Ya está perfectamente, tranquila. Me hiciste un gran favor. Si no es por Valerié, igual todavía estoy debajo de aquel árbol.
- ¿Qué Valerié? –preguntó ella sorprendida.
- ¡Tú! –Augusto estaba desconcertado.
- ¿Y por qué me llamas así? –replicó notoriamente molesta.
- ¿Cómo quieres que te llame? ¿No te llamas Valerié?
- ¿¡Quién te ha dicho eso¡?
- Nadie. Lo supuse.
- Pues antes de suponer por qué no preguntas. –Como un crescendo su indignación y sorpresa crecían hacia un peligroso clímax final.
- No me hace falta preguntar. Suelo tener buena maña con los nombres.
Augusto mentía nuevamente. Era un auténtico desastre con los nombres de las personas. En realidad no es que tuviera mala memoria, todo lo contrario; es que los demás le importaban un bledo y por ello sus nombres no le decían nada especial. Por ello, cuando alguien atraía su atención, en la configuración mental que él se hacía de las personas también buscaba en los archivos de la memoria el nombre que más encajaba con el modelo. Y el de ella, sin duda, era Valerié.
- ¡Pues te has colado! ¡Me llamo Angélica! –machacó ella secamente.
- ¿Angélica?
Tal fue la expresión de sorpresa y desagrado que ella lo sintió como un insulto. Después de todo, qué hay más importante, para la mayoría de los mortales, que su propio nombre. La representación esquematizada, resumida, densa como la materia oscura aunque no tanto como esa otra materia, más oscura, de la que estamos hechos, que el nombre. Un puñado de símbolos, ininteligibles para otras culturas, detrás de los cuales se esconde lo mejor y lo peor, sobre todo esto último; lo que somos. Fonemas por los que siempre volvemos la cabeza; orgullo de nuestra existencia, bandera de nuestra patria más querida: nosotros. Futileza, a ser posible con mayúsculas, de nuestra efímera vida cuyo propósito final no es otro que el de convertirse en adorno lapidario mientras no nos desahucien de nuestra última morada. Y lo que quedamos: un fino trabajo de talla grabado con oficio en un

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normalmente, una persona despierta. El mundo estaba lleno de imbéciles a los que ni siquiera ver un cerdo volar les llamaba la atención.
- Sí. Estaba harta de las mechas. Ahora quiero mi color natural.
Ella había reencontrado el equilibrio y el tono ya no era tan agresivo. Sus estados de ánimo cambiaban con demasiada facilidad y a cada pregunta, a cada respuesta, un sinfín de alternativas se presentaba. Verdaderos laberintos emocionales; auténticas galaxias de sentimientos cruzándose y chocando entre sí en un universo de posibilidades. Liberando ingentes cantidades de energía y modificando el rumbo de las ideas de forma permanente e imprevisible.
- Me gusta el negro. Odio el rubio de bote, el pelirrojo de bote. Odio el bote en general.
- ¿Y el negro de bote? –preguntó ella quisquillosamente y cuestionándose si “odio” era una de las palabras favoritas de su vocabulario.
Augusto dudó antes de contestar; cómo no iba a hacerlo. ¿Había otra trampa en esa pregunta? Seguro. Pero, ¿no acababa de decir que ése era su color natural? ¿Por qué, entonces, mostrar esa actitud ofensiva? Como no acababa de dar con la clave optó por tirar por la calle de en medio.
- Si no se nota mucho... El problema es que la mayoría de los tintes descubren enseguida el color auténtico del pelo en la raíz. Pero si es negro esto no se nota tanto.
A esta respuesta balsámica poco había que objetar así que su pulso alterado volvió a calmarse. Sin embargo, añadió:
- No, te lo preguntaba porque, aunque mi pelo es negro, como antes tenía mechas caoba han tenido que teñírmelo de mi color para eliminarlas. Si no, hasta que desaparecen pasa mucho tiempo y ya me tenían frita.
Augusto disimuló su alivio bebiendo el último trago de cerveza. Esta vez no se había colado. Ella se fijó que bebía con la mano izquierda y supuso que era zurdo; reparó entonces en su accidente y le preguntó:
- ¿Qué tal tu brazo? Ni me he acordado, lo siento.

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Observó sus muñecas: finísimas. Tanto que pensó que cualquier correa de reloj necesitaría agujeros extra. Aquellas no eran grandes, pero tampoco podía decirse que pequeñas y sus dedos ligeramente largos le recordaban a las “bailaoras” cuando cierran el puño. Las falanges: correctas; y las uñas... ¡intactas! ¡No se mordía las uñas! ¡Bien! No las llevaba pintadas y esto le decepcionó un poco. Unas uñas pintadas añadían un punto de agresividad a unas manos que, por otro lado, podrían parecer demasiado inofensivas. Alas de paloma con garfios en cada cañón; la suave caricia de la pluma y el temor y el peligro de una uña bien afilada. Dulzura, dolor. Amor y muerte. Augusto entendía que en cada gesto de amabilidad y cariño quedaba un sitio para la violencia y el sufrimiento: viajeros indiscutibles del mismo barco en permanente noche de tormenta; caras de esa infalsificable moneda que lleva al entendimiento... o a lo contrario. Donde hay un ruego, queda una exigencia; donde la concordia, el conflicto. Polizontes descontrolados de ese inmenso y fragoso carguero que es la mente y su conducta.
Se había cambiado el pelo. Definitivamente, estaba preciosa. Aunque le repugnara su colonia; al fin y al cabo, tampoco tenía la culpa.
Ella percibió una atención demasiado obsesiva y se sintió incómoda.
- ¿Qué miras? –preguntó con brusquedad.
Augusto desconectó de su viaje en solitario y, al igual que ocurre con un apagón, su mente, y el brillo de sus ojos, se oscurecieron velozmente.
Ella, más que cruzarse, se tropezó con esa mirada y, sin poder evitarlo, dejó que se colara. Algo había en esos ojos tan oscuros que reclamaban su ternura y su miedo a la vez. Había visto esa expresión en alguna parte, en alguien... tal vez un animal. Pero no recordaba dónde ni en qué o en quién. Sugerían piedad, pero con una voz siniestra y un tono autoritario; una mirada desoladora de quien se reconoce atrapado en un abismo. ¿Pero cuál? Una expresión dura, forjada con el machamartillo del dolor. Pero, ¿por qué?
- ¡Oh! ¡Nada! –contestó él- ¿Te has cambiado el pelo, verdad?
Se ha fijado, pensó ella. Le gustaba que las personas se dieran cuenta de las cosas; esto demostraba, cuando menos, un cierto grado de inteligencia y,

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- ¡Ahí está! El musgo que tú dices a mí recuerda a la humedad. Es que me repugna, de verdad. ¡Antonio!, antes de traerme el té, ¿puedes echar un poco de ambientador? ¿Por favor?
Antonio, siempre dispuesto, contestó:
- ¡Marchando un rociado de Paco Rabanne! –y así lo hizo. Con tanta energía que más que ambientar fumigaba.
Como este episodio de los olores había dejado a Augusto un poco traspuesto, nunca hubiera contado con un conflicto tan “de narices”, le pareció que lo más oportuno era pasar rápidamente a otro tema. Así que optó por la pregunta más fácil:
- ¿Y “El guardián entre el centeno”? ¿Lo has leído? Está bien –insistió queriendo enterrar con ello un asunto tan perfumado y, de paso, demostrar que él también leía, y no cualquier cosa; al menos eso pensaba.
- Creo que sí. Y me parece que me aburrí muchísimo.
Él sentía cómo se le iban cerrando todas las puertas. A cada paso que daba caía en una nueva trampa. ¿Era coincidencia o había algo más? ¿Podía tener Valerié tanta mala leche como para llevarle la contraria porque sí? ¿Era así de retorcida o él la llevaba por el camino equivocado? ¿O quizás era ella la que le llevaba a él?
- ¡Lo mismo para la señora! –el camarero sirvió el pedido y produjo una interrupción que, por esta vez, era bienvenida.
Ella hizo un ademán de retirar la taza usada pero el camarero se adelantó.
- ¡Gracias! –dijo Antonio con una sonrisa y fijándose que la Voll-Damm “del señor” estaba por la mitad. Sin añadir nada más, dio media vuelta y se marchó a seguir con la limpieza de las botellas.
Augusto que, aunque agradeció el inciso, se temía otros ocho asaltos de ese tal Antonio, no se lo podía creer cuando éste desapareció con una celeridad insospechada. Al mismo tiempo, el movimiento que ella había hecho le había dejado atrapado: <<¡Sus manos!>> -se dijo. Casi se había olvidado de que éste era un tema pendiente y, aprovechando el punto muerto que el té había traído, pensó que era una buena ocasión para no perder detalle al respecto.

viernes, 9 de octubre de 2009

ESPEJUELOS


ESPEJUELOS

Atrapada en una sociedad manchada por el verde
y aterrorizada en el olivo
nació un cisne de hermosa planta
y elegantes maneras.

Atento observador desde la rama más alta
picoteaba aceitunas:
las mejor elegidas.
Arrojando los huesos con discreción y candor
estudiaba las hojas de su alrededor.

Creció el cisne, desarrolló grandes alas.
Batiendo con fuerza abandonó,
brevemente,
el olivo.

En la pata un anillo, en el anillo un ovillo.
Del ovillo un hilo:
diez mil kilómetros tejidos con fibra de caña.
Amarga.

Longitud necesaria para alcanzar otra rama
también la más alta,
de un baobab.
Abrió allí el cisne los ojos
deslumbrado por el amplio horizonte.
Por primera vez, pensó:
dejando la Habana se Ghana.

Volvió el cisne al olivo
ya no era el mismo.

Volaron los años
viajó el cisne con ellos.
Siempre atados del hilo.
Del olivo al abedul de los hielos
Del abedul al pehuén, ahuehuete, arahuaney.
De ahí, ¡quiero visitar cada rama que en este mundo hay!

Otra vez al olivo.

Sin más aceitunas que poder engullir
llegó la hora, el por fin,
de partir.

En mitad de la tempestad de la mitad del océano
picó el cisne con rabia aquel hilo.

Las nubes más negras cargadas de plomo
descargaron con furia una lluvia de balas.
Rayos de fuego hirvieron las olas
y olas gigantes amenazaron su vuelo.
Con gritos de truenos en la noche del miedo.

Herido, mojado, exhausto y hambriento
halló el cisne refugio,
también el más alto de la casa más alta,
en un palomar.
Con una escalera,
toda de madera,
para bajar de aquel burladero
y su soledad.

Acicaladas las plumas
sanadas heridas
sacudió el cisne la cabeza desde el campanario.
Desplegando las alas proyectó una gran sombra
que cubrió la ciudad.

Mudos quedaron los gusanos del suelo,
paralizados,
tal vez por la vergüenza y el miedo.
Ignorantes de un mundo que muere a pedazos:
salvajes mordiscos de enormes escualos.

No tiene el olivo alas suficientes
y los que vuelan en hojas pronto caen al suelo.
De agua sangre salada.
Noventa son las millas atormentadas.

Observa el cisne con ojos amables
no puede esconder su mirada de hielo:
ha visto sufrir, y morir, y sufrir.
Gritar, y pedir, y llorar.
Y negarse a vivir sin la menor dignidad.
¡Cuántas veces habrá que morir,
¿sólo de pie?
para no vivir arrodillado!

Abre el cisne su pico y sonríe.
Hay esperanza en alguna parte,
escondida,
en algún momento,
inesperado. – Se dice.
Hay pocas lágrimas no derramadas.
¿Fueron,
tal vez,
aquellas despedidas las últimas?

Quedarán los abrazos en el vasto remanso
de los traidores, los desterrados.

Bajo el ala de falsas izquierdas
escondía el cisne un objeto
con cristales y aumentos.

Con voz poderosa desveló la sorpresa:
¡traigo espejuelos, para este mundo de ciegos!

Caminando torpón,
por algún hueso roto,
se vio entre las calles afanándose un pato:
picoteaba gusanos.
De esos cabizbajos,
y aterrados.

Quedose mirando al cisne y el cisne al pato.

Tendrás que bajar y llevarme contigo –dijo éste.
Ya ves que subir yo no puedo.

Juntos, regalaron miles de espejuelos.
De martillos
Y de bocas de goma.

Para los ciegos
Los sordos
Y los mudos.

Curados, alzaron el vuelo.

domingo, 4 de octubre de 2009

35ª PÁGINA DE MI NOVELA "EL AMOR ES ROJO PASIÓN". Disponible en www.bubok.com

- No sé –Augusto inhaló sin demasiado entusiasmo ante lo comprometido de la situación; dos casi extraños oliendo el aire como chuchos no le parecía una actitud muy decorosa.
- Pues huele mal. Como a humedad de monte... o a algo así.
Augusto, sorprendido por la precisión, empezaba a sospechar:
- ¿No será mi colonia?
- ¿Tu colonia? ¿Cómo va a oler así una colonia?
Sin dudarlo, ella se inclinó hacia el cuello de Augusto e inhaló con fuerza varias veces.
Él no salía de su asombro. Todo aquello era de lo más ridículo; casi vergonzoso. Oliéndole como si fuera un poste al que el perro de turno ha echado el ojo con la intención de echar algo más.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Eres tú!
Augusto alucinaba. ¡Le estaban diciendo que olía mal! ¡No podía ser! ¡Con todas las dudas que había tenido para elegir una maldita colonia! Su certeza de que los olores eran importantes quedaba de manifiesto; aunque nunca hubiera imaginado que de esa forma tan contundente. Además, ¿era necesaria la doble afirmación? La rotundidad de un doble sí era insultante por antonomasia. Un “sí” tenía comedimiento, era generoso porque en su afirmación abrigaba la posibilidad de la duda; un “sí” podía ser considerado, incluso respetuoso con el contrario. Doble “sí”: nunca.
Una vez más, la información subliminal se había impuesto a lo evidente.
- Ya sé por que no me gusta esa colonia que llevas: me recuerda a humedad, a sitio cerrado, viciado. A un cuarto sin ventilar desde hace años, lleno de polvo, telarañas y todo eso.
- Oh, gracias –añadió Augusto, cada momento más asombrado.
- Es que soy alérgica al polvo y a todo bicho que no se ve. Y a algunos de los que se ven también.
Augusto empezó a pensar si no sería él uno de esos que se ven.
- Pues a mí me gusta. Huele a musgo, a bosque, a naturaleza... A vida.

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- Odio los crucigramas. No sé cómo la gente puede meter tantas horas rellenando casillas. A mí me ponen enfermo.
- ¡Pues a mí me gustan! –añadió ella, sintiendo cómo el agravio iba en aumento.
Augusto, que se dio cuenta de que continuaba metiendo la pata cada vez que expresaba su opinión, pensó si no sería mejor dejarlo pasar. Marcharse y desaparecer, así, bruscamente, sin más; como había hecho ella al salir de aquella librería. Sin embargo, la idea de huir nunca fue su estilo; pasara lo que pasase. Así que nuevamente se veía en la necesidad de enmendarlo. La duda era cómo, y el procedimiento debía ser exquisito para que no se notara. Esforzarse por ser amable le hacía sentirse ridículo, pero si, además, era descubierto, podía ser humillante.
- No sé... Quizás sea que no les he pillado el truco. De esas cosas las que más me van son los ejercicios en los que hay que comparar dibujos... y así. Los que son más visuales. Contemplar los engaños de Escher me encanta. Eso sí es maestría e ingenio.
Ella, que no sabía quién podía ser ese tal Escher, prefirió no preguntarlo; convencida como estaba de que esa conversación no podía llegar a ninguna parte. <> -pensó- <>; le parecían juegos de niños, pero de esto tampoco dijo nada. Su estado de ánimo nadaba entre el enojo y la curiosidad. Si por un lado quería irse, por otro, era incapaz de despegarse de la silla, así que como su té se había acabado pidió otro.
- ¡Antonio! ¿Me pones lo mismo?
El ventilador había movido el aire y ella notó un olor extraño. Miró a su alrededor buscando el origen pero lo único que tenía cerca era su vaso vacío... Y Augusto. Olió el vaso para asegurarse de que el té no podía haber dejado semejante aroma e inmediatamente se dirigió a él, preguntándole:
- ¿No hueles algo raro?

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- ¡Valeee! ¡Ya me voy! ¡Que ya lo he pillado! ¿Los señores quieren estar solos? ¡Pues solos! ¡Faltaría más! Que aquí al menda no se le escapa nada; oficio que tiene uno.
El camarero se marchó y Augusto hizo un gesto de alivio que difícilmente podía pasar desapercibido. Ella lo captó pero no dijo nada al respecto; en cambio, se dirigió a Antonio y le preguntó:
- ¿Tienes puesto el aire acondicionado? Me estoy asando de calor
- Está estropeado –contestó el camarero-. Dijo el técnico que iba a venir ayer, pero todavía no ha aparecido. ¡Si hubiera sido a cobrar, ya habría andado más listo! Pero si queréis os enchufo un ventilador que tengo por aquí.
Así lo hizo; y una débil corriente de aire, caliente, llegaba hasta ellos, que, si bien no refrescaba, al menos engañaba.
- ¿Has leído alguna otra cosa de este autor? –arrancó a decir él no sin cierta torpeza.
- No, creo que no. Ya te dije que compré el libro por el título. ¡Es tan bonito! ¿Y tú?
- No. Aunque la razón es algo parecida. Ya sabes, un libro menciona a otro y vas saltando –respondió Augusto mostrando nuevamente sus dotes de gran comunicador. Sin duda, esa rapidez mental para la conversación, ese ojo siempre presto para el análisis del interlocutor, indicaban que su futuro estaba en la política.
- ¿Qué tipo de literatura te gusta? –preguntó ella, convencida de que los libros hacen a la persona.
- No sé... Novela, ensayo... Nietschze está bien.
- ¿Te gusta ese misógino? –preguntó ella con cierto enojo.
- Bueno... no es que me entere de mucho, pero seguro que ayuda a tener la cabeza funcionando. Yo me lo tomo como un libro de ejercicios mentales. Es bueno tener las neuronas engrasadas. ¿No crees?
- Para eso hay mejores cosas. Crucigramas, pasatiempos, incluso las matemáticas. ¡Pero Nietschze!

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magnetismo cuya polaridad cambiaba continuamente; repeliéndola o atrayéndola según el caso.
Augusto se dejaba llevar por la canción, por su reggae suave, por su ska. No se daba cuenta de que el tiempo pasaba, de que un silencio se había hecho entre los dos. A pesar de ello, la comunicación no se había detenido y, como ya ocurriera cuando se vieron por primera vez, bajo el cerezo, ambos se observaban aunque esto fuera con disimulo. Un análisis consciente de personalidad a través del estudio de los gestos, las poses, las miradas; pero también gigas de datos de información emitidos, y captados, de forma subconsciente. Mensajes ocultos, criptogramas sólo válidos para ese lenguaje máquina del cuerpo donde los neurotransmisores deciden nuestras respuestas. Esa química, esos campos magnéticos reaccionaban entre sí y sus resultados eran imprevisibles. Sustancias que quizás acabaran siendo tóxicas; cargas de profundidad que tal vez estallaran al contacto brusco de algún cuerpo.
- ¡Aquí va otra cerveza fría para el señor!
Antonio descargó su bandeja con amabilidad y arte. Primero la copa, opaca por el contraste frío-calor, después el botellín, vertiendo parte de su contenido en ese recipiente que ya empezaba a sudar. Esto lo hizo sonoramente, provocando que la cerveza chocara y espumara.
- ¿Es guapo este ruido, verdad? Si tienes sed, te la quita, Y si no, te la da. ¿Qué os pasa gente? ¡Os veo muy “callaos”!
Tenía razón. Ambos se habían mirado, analizado, estudiado, valorado; pero todo ello sin decir palabra y con la más absoluta reserva. Fingiendo una despreocupación, un desinterés que era tan falso que casi merecían ser ingresados para su estudio en algún centro psiquiátrico; o en una escuela de arte dramático. Pocas cosas tienen el poder de seducción de una primera cita; la inquietud, la intriga; lo que se oculta, lo que se finge; qué se modera y qué se hiperboliza. Todo ha de estar bajo control pero al mismo tiempo todo se escapa.
- Si queréis os cambio de música. ¿Algo más tranquilito, suavecito para esta hora tonta de la tarde? ¿Al señor? ¿Qué le gusta al señor?
- No, déjala, que así está bien –respondió ella adelantándose.

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cerveza en la copa helada se forman cristales de hielo? Es como si te sirviera una cerveza con hielos. ¿Tú has visto a alguien pedir una cerveza con dos cubitos? Pues algo así. Pero ya te la voy a cambiar.
El camarero cogió la consumición y se fue a la cámara.
- ¡Qué vergüenza me has hecho pasar! ¿Cómo le has podido decir eso?, ¡si es un tío majísimo!
Otra vez vio Augusto que había metido la pata delante de ella, pero aquel tipo se les había echado encima y ahora no se iba a disculpar; primero porque ya era tarde para reconocer el error, segundo porque si lo hacía lo mismo aquel “majísimo” no se despegaba hasta que vinieran nuevos clientes; y esto último parecía difícil. Reconocía un competidor en cuanto lo veía, y él sabía muy bien cómo deshacerse de ellos. La forma limpia y transparente de la indiferencia; un abierto desprecio: demoledor; la humillación pública: definitiva; tácticas valiosas que los años y su natural tendencia hacia la inquina y el resentimiento le habían enseñado.
- ¡Que estaba caliente! ¡De verdad! –mintió él.
Ella se quedó mirándole, dudando, buscando la verdad en el parpadeo de sus ojos, en el tono de voz, tal vez en cómo se había incorporado en la silla al responder, queriendo con ello ocultar una mentira que quizás le incomodaba. Mentía, seguro. Y una vez vislumbrada esta certeza, se preguntaba por qué. ¿Qué ocultaba aquel tipo del que no sabía ni su nombre? ¿Por qué le estorbaba Antonio, el camarero? Ahora estaba claro que él lo había despachado intencionadamente. ¿Y qué extraña fuerza impulsaba el deseo de ayudarle? Tal vez el misterio, el no saber nada de esa persona con la que inesperadamente había quedado el otro día... ¿Qué había detrás de esos ojos oscuros? ¿Qué en esa cabeza ligeramente ovalada? ¿Podría esa boca de labios afilados decir algo bonito? ¿Y esas orejas pegadas, serían capaces de escuchar? ¿Se tragaría esa nuez tan marcada todos los problemas o los compartiría? ¿Serían esas ojeras permanentes?, ¿fruto quizás de alguna preocupación constante o simplemente esa noche no había dormido bien? Y si esto último era correcto, ¿por qué? Todo en esa persona era inquietante y ella percibía ese

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abandono, por otro la reconfortante sensación de haber sido liberado de aquel padecimiento tan oportunamente le había dejado en un estado de semiinconsciencia. Asustado primero, narcotizado después; desarmado finalmente, se esforzaba como podía por ocultar ese momento, excepcional por raro, en el que él no podía controlar totalmente la situación. Algo escapaba a su voluntad, pero era obligatorio mantenerlo oculto; al igual que había hecho siempre con todas y cada una de sus debilidades.
- Yo, como lo menciona Gasset, pues...
- ¡La Voll-Damm! ¡Vaya tarde de calor! ¿Eh?
- Y que lo digas, respondió ella.
- No me extraña que no haya nadie por la calle. En esta época del año la gente sale después de cenar, a tomar una copa al fresquito y tal. Pero ahora, nada.
No sabía cómo se las arreglaba, pero últimamente todo el mundo le interrumpía. Augusto miró al camarero sin decir palabra, pero en sus ojos, si aquél se hubiera fijado, estaba claro lo que pensaba de él y qué era lo que más le apetecía que hiciera. Esa mirada, intensa y negra, era un pulso que mantenía con la psique de los demás; no sabía cómo ocurría, pero sí que las personas percibían por una especie de sexto sentido cuando alguien las estaba mirando. Utilizaba esta comunicación indirecta para deshacerse de aquel que no podía soportar; claro que no siempre funcionaba.
- ¿Cerrarás tarde, no? –preguntó ella.
Augusto no podía creerlo; si le daba conversación aquel tipo no se iba de allí ni a patadas. Aunque pensándolo dos veces, igual a patadas sí que se iba... Pero este sistema no hubiera sido aprobado por la mayoría y, como tampoco parecía que la perceptibilidad extrasensorial del camarero estaba a la altura, decidió emplear otra táctica; menos agresiva que el alivio de un pateo, menos sutil que su mirar, pero, seguramente, rotunda.
- ¡Esta cerveza está caliente! ¿¡Me traes otra!?
- No está caliente. Lo que pasa es que la gente pide cervezas guapas, que tengan sabor y esto, y luego no sabe tomarlas. Si quieres te la sirvo fría y en copita blanca, pero eso es un error que se ha puesto de moda. ¿Sabes que al echar la

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conversaciones con el tono subido. Así, si había alguna duda de lo que se dice, les hacemos un resumen en voz alta>>.
- Te he traído tu libro.
- ¡Ah! ¡Sí! El libro.
Angélica metió la mano en su mochila y extrajo “El Collar”, como ella lo llamaba; más corto e igual de bonito. Sobre todo porque el collar que ella se imaginaba tenía unas perlas preciosas. ¡Le encantaban las perlas! Si eran de calidad armonizaban con cualquier estilo. Cuando se ponía el collar de su abuela, y lo sentía gélido sobre su cuello, algo la hacía estremecerse. El tacto suave, el frío casi metálico cerrándose alrededor del cuello... Una sensación escalofriante que le recordaba a algo trágico, pero nunca acertaba a adivinar el qué.
- Toma, antes de que se me olvide.
Él lo cogió, más por educación y aprecio que por interés. En ese momento sus dudas, su curiosidad y sus preguntas iban por otro sitio; pero le pareció más correcto empezar por el principio. Y éste era el libro. Después de todo, ella no lo conocía de nada y, sin embargo, allí estaba: dispuesta, amable; incomprensiblemente generosa.
Para Augusto esto era una novedad que no terminaba de entender; por ello no podía evitar sentirse confundido y mostrarse indeciso. ¿Cómo una casi desconocida le ofreció algo sin pedir nada a cambio? Él, que había aprendido bien el estilo de no pedir para no tener que dar, que siempre había sido el paradigma de la autosuficiencia y la cicatería, se sentía atropellado por las circunstancias; dudando entre la tentación de aceptar, porque era ésta una forma de seguir viéndola, o mantenerse firme y no ceder a la debilidad. Esto último era lo que le había enseñado su abuela y él, aceptándolo como dogma de fe, siempre se mantuvo fiel a ese principio.
- No me acuerdo de qué va porque hace mucho tiempo que lo leí, pero creo que no me disgustó.
Augusto se vio forzado a salir de su ensimismamiento. Su cabeza era un hervidero de ideas confusas; si por un lado todavía podía sentir el terror del

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La siguió dócilmente, todavía confuso como estaba por el repentino cambio anímico. Ser rescatado del horror por una voz que le pareció dulcísona le había dejado casi comatoso y necesitaba tomarse su tiempo ante la nueva realidad.
Ya en el bar, una oportuna “Just Dont Want To Be Lonely” de un tal Freddie McGregor le terminó de derrumbar y creyó que en lugar de caminar levitaba, siguiendo medio hipnotizado el acompasado ondular de su vestido. A pesar de estar todavía un poco en el aire se fijó en que calzaba sandalias. Siempre pensó que eran sucias, pero ella logró cambiar esa opinión. Al menos el talón lo tenía bonito y una tibia y un peroné perfectamente definidos y estilizados en el tobillo le sugirieron la idea de que hacia arriba surgía una pierna que seguramente estaba bien formada.
<> –pensó.
El tamaño de los dedos de los pies era importantísimo. No solo en cuanto a su longitud, sino también por la anchura. Unos dedos muy gruesos le parecían zafios, vulgares; dignos de ser pisados. Y seguro que cuando envejecieran se llenaban de durezas e imperfecciones.
Unos finos, en cambio, merecían ser besados.
- ¿Quieres tomar algo? –preguntó ella.
- Bueno. ¿Eso qué es?
- Té frío al limón. ¿Te gusta? Está bueno y cuando hace calor como hoy quita bien la sed.
Dudó un momento, toda decisión necesitaba ser meditada por pequeña que fuera, y al final se decantó por lo de siempre.
- ¡Bah! Una Voll-Damm estará bien.
Ella se acercó al camarero y con una confianza que delataba que ya se conocían le pidió su cerveza. Él, que vigiló con atención toda la escena, no pudo evitar sentirse un poco molesto. Aquel camarero era un testigo que le incomodaba: "Los camareros se enteran de todo" –pensó - "Parece que están secando los vasos o llenando las cámaras, o cambiando de disco pero en realidad están siempre pendientes de lo que los clientes hablan. Y cuando se acaba un disco, que ellos siempre saben con antelación en qué momento va a ocurrir, pillan todas las

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en la mano y unos zapatos lustrosos, pero sin saber muy bien qué hacer ni adónde ir. Este era uno de esos momentos de profundo terror: cuando se daba de frente con una soledad no calculada, imprevista, como era el caso, una angustia total se hacía con él y le era muy difícil superarla. Cada vez que se veía solo sin haberlo planeado un estado de pánico se adueñaba de sí. Y siempre le venía a la memoria aquella vez que se perdió de su madre siendo él muy pequeñito. Gritó y gritó y gritó hasta que la voz no le salía de la garganta, corrió y corrió y corrió hasta quedar agotado; pero ella no apareció.
Aquel sentimiento de abandono, de estar absolutamente perdido, se marcó en el cerebro como se marcan las reses; por ello cada vez que alguien no acudía a una cita, el viejo, insoportable y asfixiante recuerdo de haber sido despreciado saltaba desde lo más profundo de su subconsciente y se colocaba delante de él. Como un viejo enemigo al que nunca pudo vencer y que reaparecía cuando tenía ocasión para atormentarle y torturarle clavándole sus agujas de doncella de hierro. Haciéndose más grande y más grande a medida que él se sentía más y más pequeñito.
Desmoronándose ante uno de sus fantasmas, bajo la terrorífica evidencia de una de sus pesadillas hecha realidad estaba Augusto cuando una voz que le resultó familiar dijo:
- ¿Qué haces ahí en medio? ¡Llevo esperándote más de media hora!
Se volvió y allí estaba ella. De repente, el monstruo de ese sueño de la razón se volatilizó. La sombra densa e inextricable en la que se había visto inmerso sin poder evitarlo desapareció y una nueva luz llenó sus ojos. Aquel niño que había gritado y había corrido tan infructuosamente encontró la mano que pudo calmarle.
- No... no –dijo él tartamudeando-. Es que no te he visto.
- Pues yo a ti sí. Estaba llamando por teléfono y no me ha dado tiempo a decirte nada. Así que en cuanto he podido he salido a buscarte. ¿Vamos adentro? Todavía tengo el té sobre la mesa.
- Vale.

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“MIÉRCOLES.”


Aunque había pensado en ella varias veces, casi se le olvida la cita que tenía con Valerié, pues éste es el nombre que él le había puesto. Miró el reloj y vio que casi eran las cinco; se limpió los zapatos apresuradamente, para esto él era un maniático, cogió la cazadora y cerró de un portazo. No había llegado al rellano del tercer piso cuando echó en falta que no se había puesto colonia. Se dijo: "El olor siempre queda". Así que dio media vuelta y de tres en tres subió el puñado de escalones.
Ya en el cuarto de baño, rebuscó en el diminuto armario esa colonia que él creía más apropiada para un primer encuentro... más o menos formal. En la librería ella se despidió bruscamente pero seguro que esta vez todo sería distinto.
Dudaba entre “Bohèmien”, “Congé” o “Bois de Santal”. Si una tenía almizcle la otra le extasiaba por el ámbar, y de la última le entusiasmaba el profundo olor a musgo, a bosque cerrado, de invierno. ¿Y aquella con aromas de madera, tabaco y cuero? "Demasiado orgánico" –pensó.
Se quedó con el musgo porque "A todo el mundo le gusta el olor del bosque".
Miró el reloj con nerviosismo y en cuatro saltos locos llegó hasta la calle. Otra vez andando a zancadas, otra vez con el tiempo justo, otra vez llegando tarde y sin excusa.
- ¿El bar? ¿Qué bar era? –se preguntaba con enojo. Bufando más y más por no haberle dejado explicarse. Resultó que en la dichosa calle no había uno, sino tres; así que no le quedó otro remedio que entrar en cada uno de ellos.
Cuando llegó al tercero y comprobó que en ninguna mesa de las que con tanto descaro había mirado estaba ella, le sobrevino uno de sus ataques de ansiedad. "¿Me habré equivocado de día? ¿Será otra calle? ¿Dónde estará Valerié?" –Preguntas inútiles que solo servían para ponerle aún más nervioso.
Así que allí estaba él, en medio de una calle semidesierta, pasadas largas las cinco de la tarde, asfixiado por la excesiva cantidad de “Bois de Santal”, con la cazadora

REFRANERO



REFRANERO


Sentado, de tu casa, en el umbral
verás tus enemigos pasar,
con los pies por delante,
en una linda caja a estrenar.

O algo así.

Ayer enterré al último.
¡Joder, cómo me aburro!

Creo que voy a exhumar
Necesito algún cadáver con quien alternar:
calumnias insultos hostias.

No dejar un hueso sano:
de cara pies o manos.

La cara para humillar
Los pies para no huir
Las manos para,
nunca más,
pelear.

Se nutrieron los ejércitos
con legiones de idiotas.

De todo se hastía uno.