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lunes, 12 de octubre de 2009
37ª PÁGINA DE MI NOVELA "EL AMOR ES ROJO PASIÓN". Disponible en www.bubok.com
Observó sus muñecas: finísimas. Tanto que pensó que cualquier correa de reloj necesitaría agujeros extra. Aquellas no eran grandes, pero tampoco podía decirse que pequeñas y sus dedos ligeramente largos le recordaban a las “bailaoras” cuando cierran el puño. Las falanges: correctas; y las uñas... ¡intactas! ¡No se mordía las uñas! ¡Bien! No las llevaba pintadas y esto le decepcionó un poco. Unas uñas pintadas añadían un punto de agresividad a unas manos que, por otro lado, podrían parecer demasiado inofensivas. Alas de paloma con garfios en cada cañón; la suave caricia de la pluma y el temor y el peligro de una uña bien afilada. Dulzura, dolor. Amor y muerte. Augusto entendía que en cada gesto de amabilidad y cariño quedaba un sitio para la violencia y el sufrimiento: viajeros indiscutibles del mismo barco en permanente noche de tormenta; caras de esa infalsificable moneda que lleva al entendimiento... o a lo contrario. Donde hay un ruego, queda una exigencia; donde la concordia, el conflicto. Polizontes descontrolados de ese inmenso y fragoso carguero que es la mente y su conducta.
Se había cambiado el pelo. Definitivamente, estaba preciosa. Aunque le repugnara su colonia; al fin y al cabo, tampoco tenía la culpa.
Ella percibió una atención demasiado obsesiva y se sintió incómoda.
- ¿Qué miras? –preguntó con brusquedad.
Augusto desconectó de su viaje en solitario y, al igual que ocurre con un apagón, su mente, y el brillo de sus ojos, se oscurecieron velozmente.
Ella, más que cruzarse, se tropezó con esa mirada y, sin poder evitarlo, dejó que se colara. Algo había en esos ojos tan oscuros que reclamaban su ternura y su miedo a la vez. Había visto esa expresión en alguna parte, en alguien... tal vez un animal. Pero no recordaba dónde ni en qué o en quién. Sugerían piedad, pero con una voz siniestra y un tono autoritario; una mirada desoladora de quien se reconoce atrapado en un abismo. ¿Pero cuál? Una expresión dura, forjada con el machamartillo del dolor. Pero, ¿por qué?
- ¡Oh! ¡Nada! –contestó él- ¿Te has cambiado el pelo, verdad?
Se ha fijado, pensó ella. Le gustaba que las personas se dieran cuenta de las cosas; esto demostraba, cuando menos, un cierto grado de inteligencia y,
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