- No sé –Augusto inhaló sin demasiado entusiasmo ante lo comprometido de la situación; dos casi extraños oliendo el aire como chuchos no le parecía una actitud muy decorosa.
- Pues huele mal. Como a humedad de monte... o a algo así.
Augusto, sorprendido por la precisión, empezaba a sospechar:
- ¿No será mi colonia?
- ¿Tu colonia? ¿Cómo va a oler así una colonia?
Sin dudarlo, ella se inclinó hacia el cuello de Augusto e inhaló con fuerza varias veces.
Él no salía de su asombro. Todo aquello era de lo más ridículo; casi vergonzoso. Oliéndole como si fuera un poste al que el perro de turno ha echado el ojo con la intención de echar algo más.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Eres tú!
Augusto alucinaba. ¡Le estaban diciendo que olía mal! ¡No podía ser! ¡Con todas las dudas que había tenido para elegir una maldita colonia! Su certeza de que los olores eran importantes quedaba de manifiesto; aunque nunca hubiera imaginado que de esa forma tan contundente. Además, ¿era necesaria la doble afirmación? La rotundidad de un doble sí era insultante por antonomasia. Un “sí” tenía comedimiento, era generoso porque en su afirmación abrigaba la posibilidad de la duda; un “sí” podía ser considerado, incluso respetuoso con el contrario. Doble “sí”: nunca.
Una vez más, la información subliminal se había impuesto a lo evidente.
- Ya sé por que no me gusta esa colonia que llevas: me recuerda a humedad, a sitio cerrado, viciado. A un cuarto sin ventilar desde hace años, lleno de polvo, telarañas y todo eso.
- Oh, gracias –añadió Augusto, cada momento más asombrado.
- Es que soy alérgica al polvo y a todo bicho que no se ve. Y a algunos de los que se ven también.
Augusto empezó a pensar si no sería él uno de esos que se ven.
- Pues a mí me gusta. Huele a musgo, a bosque, a naturaleza... A vida.
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