CARTA DE ARROCES
Ya no hacemos paellas los domingos, vida tuya,
con todos sus sacramentos y benditas eucaristías
donde ponernos morados de tanto untarnos los morros
comiendo si menester fuera
hasta con las propias manos.
Qué cabrón este rodillo del tiempo, vida mía,
que molió aquellos encuentros de familia en torno a la mesa
una mesa
repleta de buenos momentos.
No sé por qué no hicimos caso del mensaje premonitorio que la foto sobre el aparador
la que se ve al lado izquierdo de la gran foto de aquella última reunión familiar
nos envió como un mensajero del diablo. O del miedo.
La primera se hizo en el Berlín de 1938. Felices que parecíamos con los amigos del barrio. Apenas un cuartillo de vida por detrás y todo por aprender y vivir. Para bien, qué si no.
La segunda, la grande, en agosto del 39. Entusiasmados con un futuro pleno de significado
y un presente con ambición y sentido.
La guerra nos devolvió a otro presente.
Ni sospechamos que era el infierno. O un sinsentido.
Años antes habíamos plantado cara a los acontecimientos con un arroz caldoso.
Tan ligero de condimentos como grandes los temores que nos venían cercando.
Para suplir sus carencias
a la lumbre lo cocinábamos horas
como si para alimentarnos bastara con irnos mimando.
No hay amor que cien años dure ni barriga que con quereres se llene.
En el 44, ya sin fotos en el aparador; ni aparador ni salón comedor ni pisito siquiera que todo lo evaporó un obús descarriado,
en un sótano sin ventanas ni puertas pero sí escombros y cucarachas,
aprendimos a sacarle gustos exóticos al arroz a lo pobre.
No hubo mejores condumios que nuestro paladar probara:
de las gambas a las cigalas del conejo al cordero del agua turbia al burdeos.
Todo tenía cabida en el vacío plato
rebosante de imaginación.
Esquivar la artillería pesada nos permitió llegar al 56.
Incipientes granjas locales criaban cerdos tan esclavos como escuálidos para nuestro arroz con costillas.
Eran puro hueso que la carne tenía precio de ultramarino, pero qué es la costilla sino un paréntesis del cuerpo.
A nuestro arroz con costillas le llamamos entre paréntesis
como algo contado al margen de los grises acontecimientos.
Fueron pasando los años, querida tuya,
con intención de ir prosperando.
Inventamos un risotto negro con tinta de calamar disecado:
quisimos dejar constancia de que íbamos por el buen sendero.
Con más tinta que acompañamiento,
parece que no nos quedó nada
en nuestros platos tintero.
Vamos por el 68,
año de despertares y de expulsar a la calle
parte de nuestros pesares.
Con tanto hablar y suspirar y practicar el amor libre, nos dimos al arroz meloso.
Nunca cientos granos juntos ligaron tan armoniosamente
ni se arrimaron tanto sin que terminaran quemándose.
Pero todo menú tiene su época y todo plato su hartazgo.
Para el 79 llegaron nuevas necesidades. Abandonamos lujos asiáticos y nos volvimos espartanos.
Disciplinados y austeros
no hay en el puchero ya otra variedad de grano
que no sea arroz integral.
Buscando no sé si con esto nuevas formas de integrarnos;
pues con los años gastados pudiéramos desintegrarnos.
Hoy nos miramos, compañera por decir algo,
casi como si queridos fuéramos.
Pero en lugar de besarnos
no hacemos sino rumiarnos.
Parece que de todos nuestros arroces ha quedado en la carta
esta carta sin remite ni dirección que aún no sé dónde estamos ni adónde vamos si vamos
solo el del sabor amargo.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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