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martes, 2 de agosto de 2011
ALBERT
ALBERT
Albert fue un hombre sin suerte.
Nació en el centro de tres hermanos:
por arriba hostias, por abajo acusaciones.
Pasó la infancia, adolescencia y juventud entre sopapos.
Reproches castigos y golpes.
Del sincenar al rincón. Del rincón a la cama:
cuarto oscuro del castigo y alivio.
Tregua al maltrato diario:
antesala del abuso nocturno.
Abandonó el hogar,
la prisión oficial con las bendiciones de la iglesia
la connivencia del estado y las normas de la sociedad,
antes de los diecisiete.
Le buscó la policía,
con poco entusiasmo y presionada por los inservibles servicios sociales,
hasta que ya no hizo falta.
Con dieciocho podía ir donde quisiera:
volvió de las tinieblas en el otro lado del mundo.
Allí donde el desinterés gubernamental y al abandono social son la norma:
refugio ideal para polizontes de la mendicidad callejera.
Con un par de golpes,
de suerte qué más da un golpe más,
enderezó su carrera:
licenciatura cum laude en atracos de barrio alto.
Que para barrio bajo ya había tenido bastante.
Se instaló en un piso del centro. Ahí donde los precios son bajos
y la inseguridad alta.
Tuvo pareja, mala cuando se evaporó el arrebato sexual.
Hijos: peores. Si uno con el síndrome del hijo ausente,
el otro con el del silencio del cuerpo presente.
Los enterró antes de los quince.
A la mujer no hubo manera, esto era peor.
Una sabandija mal hablada, sucia y gastadora.
No hubo fortuna.
Un día Albert decidió dar solución a una vida sin rumbo.
Con un golpe, otro más qué novedad,
de timón volcó el camión que conducía.
Treinta vueltas barranco abajo.
En la treinta más uno silencio:
los accidentes de automóvil sólo explotan en las películas.
¡Qué desilusión!
Ni siquiera en su último estertor tuvo la posibilidad de deslumbrar.
Aunque fuera con un fogonazo pasajero.
Volvió al cuarto oscuro. A la noche, al silencio.
Al anonimato en el que nació, vivió. Y, al final, murió.
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