LUZ EN LA OSCURIDAD
-Yesterdeiii, ol mai trabels sin so far aguaiii, nao i lucs as
-Hijo, calla por el
amor de dios.
-Yesterdeiii, ol mai trabels sin so far aguaiii, nao i lucs as zou dey
ar jiar to esteiii
-Ay pero qué habré
hecho yo para merecer tanto castigo… Bueno, de qué me quejo si fui quien te la
enseñó. Qué esperaba…
Melody, la madre, queda
pensativa observando a su hijo arañar una guitarra mientras posa la mirada,
perdida en el horizonte que entra por la ventana. Tierra quemada por la sal y
el incendio del último verano. Y al fondo, alterado y gris como casi siempre,
el océano.
Sabe que está atrapada
entre dos océanos: el del agua salada que los rodea a los cuatro vientos, y el
de su soledad, que inunda todo lo que aquel no alcanza. A pesar de que la
fuerza la furia y el acoso incesante de las olas no deja de atacar.
Atacada, así es como se
siente. Por la vida y de los nervios.
-Pero qué esperaba
–repite. Rumiando una amargura imposible de tragar-. ¡Dito sea el día que te
engendré!
Abandona al hijo en la
habitación y vuelve a sus cosas, mientras pueda pues la creciente
automatización de los servicios cualquier día la dejaría sin trabajo. Ni casa. Ambas
heredadas de su padre, marino por unos pocos años hasta que un naufragio le
enseñó la imbatibilidad del mar; comprendió el mensaje y se quedó en tierra.
Eso sí, cerca del mar y vigilándolo, por si acaso.
Activista declarada
nunca demostrada del 68, pasó sus años de inconformista entre demandas
imposibles y sueños que no se cumplirían: renegó de sus raíces y familia en
busca de un sentido existencialista a sus inquietudes de adolescente tardía.
Para ello no encontró mejor opción que abrazar la contracultura del momento.
Aunque no supiera muy bien su significado pues para ello primero había que
tener cultura.
De tanto abrazar y
revolcarse en un simulacro de cambio, terminó por cogerle el gusto y se abrazó
a todo: música, flores, estética, hombres. Mujeres alcohol drogas policía
problemas. El marino con ambiciones de explorador y hechuras de oficinista le
pagó todas las fianzas, su padre el apestado. Ella, siempre aprendiz de
espíritu libre le ignoró hasta su muerte; no fuera a contagiarse de algo
incurable como la responsabilidad y grave como el esfuerzo. Prefirió estudiar
bellas artes, poco exigente y más acorde con sus derivaciones etéreas. Eso
pensó porque desperdició seis años en repetir dos cursos, aunque aprendió bien
la anatomía humana a la distancia más corta posible sin distinción de géneros. Por
aquello de la igualdad y la liberación femenina. ¡Fuera sujetadores! Y bragas.
De aquellos años de
feminismo despistado y fulanismo variopinto tiene alguna cicatriz, la vida
no se ha vivido si no deja sus heridas. Una en la cara, de un antidisturbios
infiltrado que le arrojó una botella de tequila. Rota. Otra en el alma, de un
amante tan prometedor como mentiroso que le dibujó un cielo de estrellas en su
espalda con uñas de conquistador promesa. Las estrellas eran fugaces, ninguna
quedó; la infección permanente. Sarna que pica sin gusto. La última herida fue
la peor: dieciocho centímetros de sutura en el bajo vientre.
Por ahí le extrajeron
un regalo inesperado de aquella vida con excesos, muchos, y recesos, más. Sin
padre a quien consultar, el amor libre también libera de toda culpa
consecuente, el niño se llamó Johnli. Afán por fusionar a Janis Joplin con John
Lennon, para ella pareja sin igual. Abducida por su Yesterday pensó que el niño
era un presente con el que recomenzar de nuevo. Y ya iban diez. Comienzos.
-¡Johnliii, bajo a
recoger conchas! ¡¿Te vienes?!
-Yesterdeiii, ol mai trabels sin so far aguaiii
-Vale, no sé para qué
pregunto. Puto día que te engendré.
El tiempo que pasó
Johnli entre los claroscuros del vientre de su madre nutriéndose con LSD y la
Joplin, también tragó mucho Beatles, algo de hierba para el mareo, para
causarlo, y ácido. De lo que se come se cría: el niño fue muy ácido. Un mal
viaje para la madre que aterrizó de las nubes al suelo en un solo momento.
Hostión de necesidad. Adiós a las artes plásticas, a las acampadas licenciosas,
a las furgonetas Volkswagen y a vivir del cuento. De contarse el cuento de un
mundo mejor es posible, abraza tu amor sin dejar tu fusil, el acto instituye la
conciencia, prohibido prohibir, cambiar la vida transformar la sociedad, la
novedad es revolucionaria… Todo consejos para pintar en la pared.
Al menos temporalmente
porque cuando a los dos meses de vida un médico de frontera se dio cuenta de
que al niño no le iban bien las ideas, Melody dio un salto hacia atrás en el
tiempo para reencontrarse con la peor versión de sí misma en su pasado
cavernario. Aquel en que vivía en la gruta de las drogas en constante aquelarre
de conjuros y machos más o menos cabríos.
Por entonces, Johnli no
podía pasar sin la teta de su madre. No por la leche, que sí tenía toda mala y
peor se puso desde que conoció la noticia, sino porque con ella amamantaba su
adicción lisérgica. Melody y su hijo fueron dos compañeros de aventuras y
viajes sin moverse de la cama. Ella se ofrecía al peor postor y con el pago en
especias especiales por un servicio deficiente viajaban ambos. Aunque lejos
cada vez peor. Descarriló el barco en su último vuelo al inframundo: Melody se
desvaneció Johnli cayó al suelo. Lloró, la madre no se despertó. Él se quebró del
todo.
Veinte horas más tarde
un camello arrepentido los encontró en proceso de deshidratación y principio de
abstinencia despedida y cierre. La ambulancia de urgencias inesperadas los
trasladó en estado de pánico, el chófer conducía con espanto, al centro de
milagros más cercano. Porque milagro fue que otro médico con experiencia en
áfrica y fiestas patronales, esto crucial, quedara de guardia. A ambos los
secuestró en la frontera misma de la muerte. La parca no perdona, en su lugar
se llevó al camello oportunista: infarto agudo de culpabilidad. Todos en paz.
También el médico, quien
para curar su conciencia y callar al niño reclamó la asistencia de los
servicios sociales. En su línea de trabajo, abulia sistemática, se los llevaron
a ambos. Por separado. La madre a desintoxicación; el niño, también. La madre a
recuperación; el niño, también. La madre reconquistó el equilibrio, vertical, y
en menor medida el mental. El niño, el niño no. Con promesas llantos y
amenazas de suicidio, método efectivo donde los haya cuando se trata de
amedrantar a cobardes defensores de la ley, huyeron ambos de la ratonera
asistencial y sus trampas legales. Destino: el Cabo del mundo. También conocido
como el Cabo del olvido, la soledad, el silencio o cualquier otro sustantivo
con significado sombrío.
Exhibiendo un paquete
con brazos de muñeco, pero auténtico, es fácil viajar gratis. Melody descubrió
que nada supera al dedo de un niño para hacer autoestop. Veinticinco coches y
doce camiones más tarde, cama con acompañante incluida, ella era la compañía,
ambos vieron cómo es un amanecer desde la costa: casi perfecto. La sublimación
absoluta sólo es alcanzable con ayuda química. Ella lo sabía bien. Conformados
con el sucedáneo, chófer, Johnli y ella misma disfrutaron de la vista por
primera y única vez. Para los tres juntos, pues el camión partió una felación y
una hora más tarde. Al final resultó que el viaje no era gratis, pagó peaje in
córpore por cada tramo del mismo.
Al pie de la parada,
una escalera de troncos y grava. Al final de la escalera, abajo tocando el
agua, un amarre. En el amarre un bote en el bote su padre. Ella le avisó que
llegaba en la última gasolinera, seiscientos kilómetros antes; era su padre el
ignorado después de todo. Ninguno sonrió: él no podía ella no quiso el niño se
dormía. –Hola hija. –Hola padre. –¿Ése es tu hijo? –Este es tu nieto. –Vámonos.
–Vamos.
Cuarenta y cinco
minutos de travesía muda, con el estruendo del motor diesel trepanándoles el
cerebro y la inquietud del oleaje en constante amenaza de vuelco, atracaron en
la isla. De la purificación en cuerpo y espíritu, o esa era la idea porque el
trato con los Servicios Socialistas para la Intromisión en la Vida Familiar fue
de dos años de ostracismo curativo o devolución del paquete con multa. El paquete
era el niño y jamás tuvo un nombre más apropiado. Paquete Johnli.
-Yesterdeiii, ol mai
trabels... ¡mama mama mamaaa!
Johnli gritaba como un
poseso y se convulsionaba como el epiléptico que era, entre otras muchas
bondades de la investigación médica y el deleite farmacéutico, cada vez que
veía a su madre caminar por el borde de los acantilados. Por un angosto camino
entre las paredes de roca se bajaba a una playa solitaria: pequeña,
desconocida, salvaje y llena de conchas. Melody las coleccionaba para hacer
collares y baratijas, que no era nada original pero sí la especie. Endémica de
la zona millones de años atrás, hoy desaparecida y por eso valorada en el
mercadeo artesanal de adornos y superficialidades.
Ella no le oyó, como
nunca por culpa del viento y el azote de las olas contra las rocas. A Johnli
aquella imagen del caminante entre precipicios se le quedó grabada en la mente
a pesar de sus lagunas. Desde su ventana vio descender por ahí al abuelo la
última vez, que lo vio y que bajó, poco antes de desaparecer. Nadie lo encontró
porque nadie lo buscó, Melody pensó que los había abandonado. Acostumbrada al
desprecio no le culpó: justicia tardía después de todo.
De los tres el único
que superó la fricción de la convivencia fue Johnli, quizás por ser el más
ausente o no saber interpretar miradas, vacíos y silencios. También él se llevó
los sobrantes de cariño de ambos, madre y abuelo, que entre sí no pudieron
intercambiar como se hace con los sellos: yo te doy un abrazo y tú me devuelves
un beso. Tampoco el cariño se regala eternamente. Hubo días en que aquellos no
se dirigieron la palabra, y no por algún enfado repentino, sino porque no
sabían qué decirse después de tantos años en la trinchera del olvido. Menos aún
cómo decirlo.
Bien sea por el desgaste
o tal vez por no saber perdonarse, el caso es que Silvano se quitó de en medio.
Una cosa era vivir en silencio por falta de compañía y otra muy distinta
tenerla y no saber qué hacer con ella. De la escalinata hacia la playa salvaje,
a mitad de recorrido parte un desvío con un cartel de advertencia: “Prohibido
el paso. Peligro de accidente.” El propio Silvano lo colocó por si un día
venían las visitas. Por una de esas ironías amargas de la vida el primero en no
escuchar su consejo fue él mismo. Apenas doce pasos más adelante un abrupto
corte de la loma despeñaba cualquier amago redentor o diatriba vital. Con
sesenta y cuatro años recién cumplidos y no se sabe cuántos para la jubilación,
voló el abuelo. Silvano para las presentaciones, pocas, Silvio para los amigos,
menos. La mar bravía y la llovizna borraron cualquier huella incriminatoria.
Puede que algunos peces y cangrejos tuvieran alimento por unos días.
Desde su ausencia,
Melody asumió las responsabilidades por obligación. Y también ganas. Limpiar los
alrededores de la casa; mantener limpio, en orden y operativo la razón de la
existencia del abuelo, y quizás el salvavidas de más de un marinero sin él
perdido: el faro. Silvano dejó la mar por miedo, se hizo farero para vigilarla;
por miedo. Ella también recogía los cheques sin nombre que por “Sus esmerados
servicios” recibía mensualmente el farero de parte del gobierno. Innominados
por eso del desinterés institucional en la biografía y preocupaciones de los
súbditos. En el pueblo a cuarenta y cinco minutos de bote y quince de bicicleta
gastaba una pequeña parte en comida y suministros y el resto lo guardaba en una
caja escondida bajo el banco del comedor. Era el único banco del que se fiaba
su padre, y heredó ella la buena costumbre.
Una vez desaparecido terminó haciéndole caso.
En ese mismo pueblo
entregaba a un comerciante de baratijas y género diverso el producto de su
trabajo: collares, pulseras, gargantillas, tobilleras. Todo de conchas e hilo
de cáñamo, poco duradero muy ecológico. Hecho el trueque de fruslerías por ropa
o pobres utensilios, Melody volvía al bote con la bicicleta. Tan pocas las
amistades que nadie le preguntó por él.
-¡Ma, mamá, má! ¡Má,
má!
-¡Ay, hijo, no te
pongas así! Parece que no me fueras a ver nunca más. Mira qué conchas más raras
he traído hoy, la mar brava de anoche ha revuelto la playa y... Mira, mira.
Tenías que haber venido conmigo.
- Yesterdeiii, ol mai
trabels sin so far
-¡Oh calla! ¡No
empieces otra vez. Ay… Hora de hacer la comida… a la silla. Vamos.
Melody sienta a su hijo
en la silla de ruedas adquirida sin consultar por el abuelo en el mercadillo
del pueblo; entregada sin palabras y por sorpresa un día sin más. O casi,
porque en el viejo transistor de Silvano escuchaba ella A Woman Left Lonely de
la Joplin y un escalofrío de deseo, nostalgia y dudas le recorrió el espinazo.
Por ese momento de debilidad emocional recuerda aquel gesto tan inesperado como
útil: ya no tendría que cargar tanto aquella carga. Mucho más cómodo empujarla.
Dieciocho pasos separan
la habitación de la cocina comedor. En ambas, principalmente, viven ambos. Poco
más hace falta en un lugar tan alejado de las preocupaciones y exigencias del
mundo. Hay también una pequeña sala de lectura, sin televisión pero con
giradiscos, un baño modesto con ducha, la habitación del abuelo y el pasillo.
El cuarto del abuelo sigue como lo dejó, por si un día se arrepiente y vuelve.
Ya lo hizo ella por qué no él si corre la misma sangre. Si bien la necesidad
era otra.
Alrededor de la casa la
hierba siempre está cortada, anteriormente tarea compartida. Hacia el sur un
huerto que les provee de legumbres y hortalizas sedientas, las que no ya dejó
de cultivarlas el abuelo: suponían un gran desgaste de energía. Por las
inmediaciones picotean las gallinas y triscan tres cabras lo que pueden. Todas
hembras, no habrá problemas de superpoblación y atentado ecológico. Y demasiado
libres para ser ya consideradas propiedad. No los son tanto dos familias de
conejos. Enjaulados y necesariamente prolíficos.
Melody prepara una ensalada
de hierbas silvestres, patatas cocidas y maíz. Las hierbas son del tipo que
Silvano recogía, ella no conoce sus nombres tan sólo que no son indigestas. Al
menos para ninguno de los tres. Las patatas del huerto, y el maíz, pues del
maizal. Algo más alejado de la casa hay una ladera protegida de temporales. La
tierra, que se sepa nunca antes cultivada es fértil, y la lluvia sobra. Buenas
condiciones para el cultivo del maíz. Y a las gallinas las alimenta bien.
El abuelo vivía con lo
esencial, apenas gastos y un solo lujo barato; ella también, ese es un lugar
donde la austeridad garantiza la supervivencia. Hay que pasar con lo mínimo. El
gobierno además de los cheques también paga los recibos de agua y electricidad.
El consumo de energía del faro es tan elevado que las seis bombillas de la casa,
contando la entrada, apenas significan incremento. Y el agua sólo para la sed,
el aseo y la comida. No podía tener el estado un servidor más económico.
Melody hace un puré con
la mitad de su comida y a cucharadas lo va poniendo en la boca de Johnli como
la mamá charrán a sus polluelos. Paciencia e insistencia, claro que éstos pasan
más hambre y colaboran.
-Vamos, no me escupas
la comida, hijo. ¡Que me pones perdida!
-Ma, má, mamá. Prrr,
prrrchfff, pzrrr.
-¡Déjate de paparruchas
que ya no tienen gracia! Y traga. ¡Traga o te tapo la nariz!
-Ma, má. Prrrchfff,
pchzrrr.
-¡Ni má ni nada! ¡O
tragas o te tapo la nariz para que comas! ¡Sabes que lo hago!
El sistema es salvaje
pero efectivo. Cuando tiene la boca llena de puré que no quiere engullir, con
dos dedos Melody obstruye la nariz de su hijo para impedirle respirar. El pulso
dura sólo unos segundos: él traga después toma aire. Dijo Silvano que un día lo
iba a ahogar, pero de momento no asoma la tragedia. Ella vence el niño crece.
Vence dos veces aunque su victoria sí es pírrica: Johnli está condenado a ser
el escalón que une los reinos vegetal y animal igual que un hongo. Si hubo un
tiempo en que Melody no tuvo mucha concreción de pensamiento, Johnli no la
tendrá nunca salvo caso raro de prodigio universal. De postre una manzana.
Cinco árboles plantó el abuelo: uno no enraizó, dos se secaron, otro lo mató la
phytophthora. El último sobrevivió y produce. Antes de desaparecer dijo el
abuelo tener previsto aumentar la disponibilidad frutícola. Los tres ya eran una
familia, la primera para cada uno de ellos, y esto precisaba un aporte extra de
energía y variedad. Había pensado en un peral, dos avellanos y algo de arándano
para los postres. Nadie sabía hacer postres pero un programa nuevo en la radio
hablaba de ello. Quizás fuera bueno dejarse aconsejar.
Antes de la ocupación
napoleónica por parte de Melody y su paquete, la única voz que oía Silvano
salía de su aparato de radio. Aficionado a los programas serios con una exigencia
básica por la calidad, concluyó siendo un fiel escuchante de una emisora ejemplar:
Radio tres. Melody, más concentrada en sus concentraciones de jipis, sus comunas,
sus problemas comunes y sus escasas soluciones, jamás había oído hablar de su
existencia hasta que arribó a la isla. Al principio la detestó por ser del
gusto de su padre, como detestó cualquier cosa hasta donde su memoria puede retroceder
en el tiempo. Después se resignó y por último se aficionó a esa ininterrumpida
sucesión de exquisitez melódica y conocimientos musicales. Con el tiempo ella
misma encendía el aparato. Entendió que la voz del transistor era la mejor
compañía para todos, separados por dos décadas de negación mutua.
-¿Ves qué bien? Ahora a
lavarte los dientes y la siesta. Todos los días la misma rabieta, ¿y para qué,
eh? Sabes que mamá quiere lo mejor para ti, ¿verdad que lo sabes?
-Ma, má, ma má.
-Así es, tu mamá soy
yo. Y mamá te va a meter en tu camita de los sueños. Vamos para allá.
Melody pone un garbanzo
de pasta de dientes en su índice izquierdo, sujeta la cabeza de Johnli con el
brazo derecho y le limpia los dientes como puede. Al niño el sabor picante de
la pasta no le gusta y al principio este episodio del aseo era un drama.
Lágrimas y gritos incluidos. Siempre ocurrente, Silvano sugirió que la mezclara
con una gota de miel. La tarea es ahora menos traumática para ambos. Terminado
otro capítulo de una vida déjà vu, ella lo acuesta. La cama es algo más grande
que una buena cuna y está al lado de la suya, para socorrerlo por la noche en
caso de asfixia. El niño padece graves apneas y ella se ve obligada a
despertarle para que respire. Piensa que un día su hijo morirá asfixiado aunque
no sabe si esto es peor o mejor para él: nunca podrá valerse por sí mismo, hace
tiempo que alcanzó su techó físico e intelectual.
-Yesterdeiii, ol mai trabels sin so far aguaiii, nao i lucs as zou dey
ar jiar to esteiii
-Sí hijo sí. Yesterday
y today y tomorrow. Siempre lo mismo. ¡A mí que me dijeron que poner música
durante la gestación estimulaba el desarrollo cerebral! En tu caso sólo sirvió
para que fijaras dos versos. ¡Y qué tormento! Conseguirás que odie la
discografía entera de los Beatles. Porque la canción ya lo he hecho.
-Ma, ma, maaa. Yesterdeiii ol mai
-Vale, vale. No sigas
por favor. Mamá te quiere más si te callas. Duerme mi niño.
-Ma, má.
-Sí, eso, má.
Desde la desaparición
del abuelo Melody ha reestructurado sus quehaceres y horarios. A primera hora
limpia toda la casa y sube a revisar los aparatos del faro. Que no entiende
mucho pero lo intenta. Se lo vio hacer al abuelo y ella repite metodología:
pulsa un botón de prueba y sirena y foco se activan al mismo tiempo, por tres
veces en intervalos de diez segundos. Test superado. De no ser así había que
correr al pueblo y llamar a un número de teléfono para que vinieran a
repararlo.
Después, cuando Johnli
se despierta, le sigue una hora de aseo, forcejeo y desayuno. O forcejeo
forcejeo y forcejeo, porque el niño tiene mal amanecer: agresivo y nada
cooperante. Superado el trance, lo coloca en la silla, le pone encima una vieja
guitarra y el hijo pasa las horas muertas frente a la ventana, con la mirada
perdida en el infinito, aporreando las cuerdas y balbuceando los dos únicos
versos que por alguna misteriosa razón memorizó nadie se explica cómo. Porque
salvo ma, má y mamá, no es capaz de decir otra cosa. Un día ella se rindió a la
evidencia y creyó que aquello era una represalia del destino por todos sus
excesos. No le faltaba razón pues fue el LSD y su posterior desmayo, también
por ácido, los que astillaron la mente del hijo. Y al cuerpo el dominio.
Colocado en su ventana,
ella sale a revisar el huerto, dar maíz a las gallinas, maíz y hierba a los
conejos a los que tiene pensado liberar porque en una isla, ¿a dónde se iban a
escapar? Repara algún chandrío de las cabras, cada día más salvajes, y después
marcha a la playa a por sus conchas. Es en ese trecho cuando Johnli la tiene
ante sus ojos y le grita con desesperación. Agonía que ella desconoce, después
de todo siempre le hace la misma pregunta: ¿quieres venir? Y obtiene idéntica
respuesta: Yesterdeiii. En alguna ocasión ha hecho el esfuerzo hercúleo de
llevárselo a la playa, cargado a sus espaldas porque en el tramo de escalera la
silla se convierte en un peligro añadido. Pero vuelve tan agotada física y
mentalmente que jura no volver a repetir. Cuando pasa el tiempo se arrepiente y
comete el mismo error. Hasta la próxima.
Después de comer y
acostado Johnli, por las tardes y salvo las raras ocasiones en que necesita ir
al pueblo, se dedica a su trabajo artesanal: collares, pulseras, esas cosas.
Empezó siendo un recurso para matar el tiempo antes de que éste lo matara a
ella, las horas pueden ser eternas en una isla solitaria, y terminó por
convertirse en una tarea relativamente seria. Aunque escasamente recompensada.
Y eso a pesar del indudable valor de las conchas, auténticos fósiles de una
especia exclusiva de la isla muy apreciados por coleccionistas. Pero quien de
verdad se lleva el dinero de la operación es el comerciante que se los compra
al tendero. Las revende más tarde en ferias al mil por cien de su precio
original.
Cuando llega la noche y
posterior a la lucha por la cena con el hijo, ha iniciado la nueva rutina de
leer alguno de los libros del abuelo y pasar de radio tres a los discos. De
alguna parte le tenía que venir a ella su afición por la música. Y por alguna
razón sus padres le colocaron ese nombre; aunque a su madre no la conoció pues
murió contando ella once meses. Ella supo de la melomanía de su padre ya en la
isla. Claro que antes no pudo ser por falta de oportunidad: se marchó muy
pronto.
En el pueblo un inglés huido
al norte abrió un negocio nunca antes visto en esas tierras: una tienda de
libros y discos con el extraño Irrinchi´s Land. Nadie supo jamás de dónde sacó
tal nombre, pero aquel local alargado como un pasillo tenía la única oferta
cultural de la comarca. Entre las dos mitades que separaban libros de discos el
abuelo pasaba una mañana de cada mes: el día de cobro. Siempre adquiría algo
pues era ese su lujo barato. Con el tiempo fue acumulando una interesante y
significativa selección de títulos que leer y escuchar. Para los libros se
dejaba aconsejar por el inglés, ávido lector de filosofía y divulgación
científica; Silvano tenía muchas preguntas sin resolver. En los discos su
mentor era otro, Radio tres.
Este valioso botín
había empezado ella a descubrir desde que el abuelo marchó; a medias entre la
curiosidad y el aburrimiento de la noche. A la mayoría de artistas ya los conocía:
Rolling, Fleetwood Mac, Hendrix, Zappa, Kinks, Joni Mitchell, Young, Judy
Collins. Todos formaron parte de su propio repertorio junto a las comunas y el
LSD. Algo menos Génesis, Supertramp o Laurie Anderson. Era el momento de
resolver carencias.
Para iniciar el trabajo
de esta tarde, Melody ha seleccionado uno de Marianne Faithful. Sus letras
siempre le entristecen, tal vez porque son la viva voz de su soledad, pero hoy
es un raro día soleado y podrá compensarlo. En jornadas así abre todas las
ventanas de la casa y deja que entre algo de alegría para variar. Lo único que
entra normalmente es agua viento y frío. El cuarto de lectura, y música, es
ahora su taller.
El abuelo ha ido
coleccionando objetos que le regala el mar, quería pensar que eran restos de
naufragios para darle un poco de romanticismo dramático, pero suponía que eran
desperdicios más que otra cosa. Lo que para unos es basura, fuera de contexto y
a mil kilómetros se convierte en algo hermoso. O puede que apenas cien, en
ocasiones sólo es cuestión de enfoque. Esas cosas han ido conquistando los
diferentes espacios de la casa.
El primero fue un trozo
de red con un zapato enganchado en ella. Por los restos de color en un tiempo
fue rojo, y Silvano imaginó una historia de pasión con final dramático en el
hallazgo. Alguna amante arrojada al mar, quizás. La colgó del techo del pasillo.
Un barril de medio tamaño se convirtió en su mesita de noche, entre la cama y
la pared. Para él tenía dos teorías sin que pudiera decidirse por ninguna. O
bien perteneció a un barco pirata y con su pólvora atacaron un galeón español
cargado de oro plata y joyas, o quizás su sitio estaba en el galeón. Lleno de ron con
el que se emborrachó el capitán antes de caer al mar. Y ser abordados por el
barco pirata inglés. Una pequeña silla con una pata rota, que él arregló
posteriormente con paciencia y una rama de tejo, fue a parar a la entrada de la
casa. Le gustaba mirar el huerto sentado en ella los ratos de sol. Cucharas de
madera que ahora están en la cocina; un gran pedazo de vela que transformó en
un toldo para el huerto y proteger de las heladas al producto; un baúl lleno de
papeles que el agua estropeó por completo. Silvano quiso creer que perteneció a
un noble irlandés ahogado en su travesía entre gales y la pequeña isla, huyendo
seguramente de sus perseguidores que le buscaban por traición para darle
muerte. Malditos irlandeses, con este se hizo justicia; pensó aunque la
historia era inventada. En la base del faro, al pie de la escalera, otro buen
número de artilugios metidos en cajas de madera. Todo ello traído por el mar. Melody encontraba estas cosas ahora que se hacía cargo del mantenimiento general.
Canturrea “When will the morning come/ I wait in darkness so long/ Will
the sun ever rise again”. Y rompe a llorar. La soledad le tiene mordida como un cáncer.
Echa de menos a su padre, a pesar de la frialdad que medió entre ambos. No era
mal compañero aquel viejo, después de todo. No le gritó, no le insultó, no sacó
provecho de su ingenuidad, no le pidió nada pero todo lo que tenía siendo poco
se lo dio. -¿Por qué no vuelves, padre? –dice ahogándose en un llanto amargo. Sus
palabras rebotan en las paredes del cuarto y se apagan con el canto de
Marianne. Igual que su padre, la única voz que oirá será la que proceda de un
artilugio electrónico. Johnli no cuenta.
-“Hours flowing over me/ I wait in vain for some change/ Will light ever
pierce this pain”. Balbucea
entre sollozos mientras con tristeza observa la colección de botellas en la
estantería de libros del abuelo. También del mar, algunas Silvano las guardó
por su forma o color; otras por el contenido. Como esa que escondía un barco en
su interior: que la mar hubiera salvado de su furia a un barco atrapado en una
botella le pareció uno de esos chistes que en ocasiones cuenta la vida sin que
nadie se lo pida. Pero sus joyas en la corona de desahucios eran las botellas
con mensajes. Nueve nada menos, pensó Silvano que debía haber mucha gente por ahí pidiendo socorro. En algunas se podía leer el texto sin abrirlas, de haber
conocido el idioma porque los había de distintas lenguas del mundo. Él decía: “En
todas partes cuecen soledades”. Otras, con el papel bien enrollado e incluso
atado con un lazo, había que romperlas.
Una fuerte racha de
viento sacude la hoja de la ventana contra la estantería y cierra la puerta de
un trompazo. -¡Galerna! –grita Melody que se seca las lágrimas con la manga del
vestido y corre a cerrar las ventanas. Ya conoce bien el clima de la isla y
sabe que a los primeros embates del viento enseguida prosigue el aguacero.
Johnli duerme sin interrupción, ella ha asegurado bien puerta y ventanas. La
casa también es un refugio. Después vuelve a la salita.
-¡Vaya! Lo que no hizo
el mar ha conseguido el viento.
El golpe de la ventana
ha tirado dos botellas al suelo, que se han roto. Una es la que contenía el
barco, ahora con las velas descolgadas. Esto le apena todavía más, y se siente
culpable. Cuando vuelva su padre sabe que no le gustará. En la otra, uno de los
mensajes enrollados atado con cinta del pelo. Aunque quemada por el sol, en su
lado interior se puede ver que fue rosa y amarilla. De esas cintas llevó ella
muchas en su época jipi. Con todos los colores. Da la vuelta al disco de la
Faithful.
Arrodillada en el suelo
aparta con precaución los cristales. Luego recoge el trozo de papel y lo deslía
con cuidado; se nota que tiene muchos años, el sol y el tiempo lo han resecado
y amarilleado. No quiere ahora ella romperlo y extendiéndolo con mimo en el
suelo, posa un libro en cada extremo. Está en su idioma, lee.
-“Keep on truckin”. Ah,
este es un tema de Donovan, lo escuché mucho en mis años jóvenes. Vaya asalto
de nostalgia que llevamos. A ver… “Seguiremos luchando para cambiar el mundo.
Nuestro es el futuro, tenemos la llave del destino. Arrojaremos al capitalismo
a la hoguera del infierno.” Vaya, sí que estaba este furioso –se dice.
Prosigue-. “Se harán realidad los sueños si vamos juntos. El mío es terminar
bellas artes, enseñar a todos mi trabajo. Conocerán mi obra los galeristas de
París, apreciarán lo que tengo que decir”. –Mira, aquí tiene una rima el
muchacho, qué poeta-. “Presiento que mi vida va a cambiar, que todo va a salir
bien. Sólo hay que desearlo. Y este es mi deseo y mi propósito. La felicidad
está esperándonos. Sigo intentándolo. No me rendiré. Keep on truckin”. “Melody,
nueve de junio de mil novecientos sesenta y ocho.”
-¡Veinte años! –exclama
sorprendida. ¡Este mensaje se escribió hace veinte años!
Dos minutos más tarde,
recuerda.
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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