Fausto se miró las botas como si fuera la primera vez que las veía. Con ellas había recorrido largos paseos, y esperaba hacerlo en el futuro. Por ellas quizás salvó la vida en su fracaso de suicidio. Pero lo que no esperaba era que gracias a ellas tuviera compañía en aquel viaje de huída hacia el nuevo mundo que presumía en solitario.
-¡Pero tú no las llevas!
-No. Ya te he dicho que mi padre vendió la fábrica por culpa de la estúpida drogadicta. No son recuerdos agradables, pero… en otra persona… Es distinto.
-Ya entiendo.
Se hizo otra pausa reflexiva. Charlotte meditando sus recuerdos, Fausto construyendo la historia narrada. Encontró una laguna.
-Lo que no me ha quedado claro es por qué te vas.
-Simple. No soportaba ver cómo mi madrastra convertía en opio todo lo que mi padre había conseguido con el trabajo de su vida. Porque primero fueron las empresas, pero después las casas, el barco, los coches…
-¿También tenías un barco?
-Sí. Un velero precioso de doce metros que él regaló a mi madre por mi nacimiento. Por lo visto a ella le gustaban mucho. Hicimos largas travesías mi padre y yo, recordando los lugares en que ambos fondearon cuando yo era una niña.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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