TISSUES
El vendedor de pañuelos del semáforo es
pakistaní.
Fuerte, 45 años, ninguna vida por detrás. Mujer,
varios hijos.
De varias mujeres.
Acabó solo en el sur de Europa por casualidad.
En ese territorio sin rumbo ni gobernantes que
hay entre Portugal y el mediterráneo.
Afectado por los sofocos perezosos de África y
el gusto por la buena mesa, el vino
y las protestas de Francia.
En realidad, su destino era Australia.
Con la piel abrasada por el sol, el pastoreo de
canguros de terciopelo
parecía un trabajo hecho a su medida.
Interpretó mal la intérprete que resolvió su
billete
y acabó en una parte del mundo que no esperaba.
Ni quería.
Y en un tiempo más apropiado para la huída.
Una periodista con cuerpo de muñeca y cerebro
de muñeco,
aficionada a los realities, el euromillón, los
programas rosa y la teletienda,
conoció su historia revolviendo entre la basura
de las habladurías de barrio.
No perdió el tiempo y corrió grabadora en mano
a pillar una exclusiva enternecedora:
puritita carroña periodística camuflada de
reportaje de actualidad.
Con su habilidad para el melodrama, conmovió a
la prensa local. La radio local.
La televisión local.
De ahí a la nación. También muy local para
estos menesteres piadosos.
Ella saltó al estrellato, y subida en el cohete
de la fama explosiva
contó más de mil veces, todas distintas,
su ardua tarea como periodista de investigación.
De raza:
“Emigrante empujado por la necesidad,
licenciado, deja todo incluidos mujer e hijos, para conseguir su sueño de
prosperidad y libertad”.
A él, los servicios sociales del territorio,
espoleados por un gobierno borracho de
progresismo
y un presidente delirante de populismo necesitado
de subir en las encuestas,
le aceleraron los trámites para que dejara de
ser otro sin papeles.
Ilegal, furtivo y proscrito.
De un potente sello ministerial pasó a ser otro
sujeto candidato al mercado laboral.
No estaba el territorio por colaborar, terco él
y desobediente,
y el candidato se quedó en el montón
mayoritario:
carne de paro 5 millones y subiendo.
El buen pakistaní sacó lo mejor de sí mismo
para sobrevivir,
que era lo peor,
y con amenazas y golpes se hizo con el control
del mejor semáforo de la ciudad:
habitado desde hacía siete meses por un rumano
con cinco hijos y otro en camino.
Ignoró esta parte la reportera estrella: no
convenía a nadie.
Semanas más tarde, Ad-Ubharak, el pakistaní
licenciado
por la universidad del chantaje, la extorsión y
la violencia,
mató a golpes a un conductor simplón por no
querer comprarle unos pañuelos.
No fue a la cárcel: el sello ministerial prefirió
deportarlo a un país emergente.
El presidente eludió cualquier responsabilidad.
Como siempre.
Los servicios sociales siguieron con lo suyo:
engordar la estadística socorriendo pobre
gente.
Y la periodista estrella escribió un libro
contando todos los detalles,
sexo y drogas incluidos, de su increíble
historia.
Hoy tiene programa propio de entrevistas en la
CNN.
Su éxito ha sido arrollador, y dicen
que en breve pasará por su plató el pakistaní,
y el presidente.
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