Charlotte, entre miradas de curiosos, suspicacias de observadores y risitas de hijos de puta, abandona el albergue dando un portazo para, un minuto después, volver sobre sus pasos y a Fausto decirle:
-¡Y devuélveme mi flauta!
Arrebatándosela de las manos y marchando nuevamente. Ahora, con algo menos de energía. La ira, que la consume pronto.
Al poco tiempo, Fausto un poco por dignificar aquel desplante ante curiosos y un mucho por efecto reacción, sale veloz en su búsqueda. La encuentra en popa, semiescondida entre los botes salvavidas y la maquinaria para izarlos. Acariciando su flauta, mirando al infinito, dejándose mecer por el suave oleaje.
Esta vez, y a pesar de la falsa envoltura, Fausto pudo ver en ella la mujer que era: femenina, sensible, amable en el sentido de ser amada. Ella, ensimismada en sus pensamientos no percibe su presencia. Él, por la espalda le agarra de un brazo y dándole la vuelta con brusquedad le empotra un beso inapelable.
Ella forcejea, retira su rostro la mínima distancia para protestar.
-¡Pero qué haces! ¡Suéltame!
En esa débil disputa ella inclina la cabeza hacia atrás y el gorro que esconde su melena se escapa. Cae directamente sobre la espuma de la hélice. Ahora, son su pelo castaño ondeando sobre el fondo azul, está hermosa. Lo que era. Y Fausto rompe la barrera que lo mantuvo a distancia. Una mujer hermosa, y valiente. Decidida, culta, inteligente. Una mujer que tal vez podría amar: amable.
Ella clava la mirada furiosa en los ojos de Fausto y protesta:
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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