jueves, 7 de septiembre de 2017

CARROS


CARROS 





“Déjame” -dijo él mientras ella le vomitaba desde la acera un “No quiero verte” con tanta repugnancia que hasta los pájaros huyeron de la zona de protección.



Cerró la puerta del taxi con la rabia suficiente como para que el chófer le torciera la mirada.



- Lléveme donde le plazca - bufó Roger al taxista con un suspiro de renuncia.



El conductor deslizó la palanca del cambio automático hacia la posición Reverse y el coche emprendió la marcha. Atrás.



- ¿Pero qué hace? - preguntó asustado el pasajero.

- Necesita volver a algún punto de partida. Ya me dirá cuándo paro.



Roger comprendió la propuesta: era la mejor que había oído en años. Necesitaba resetear toda su existencia para darse una sexta oportunidad. Ya había desperdiciado cinco con sus falsas expectativas.



El Toyota Camry color rojo tomate maduro comenzó a recorrer la décima avenida. Para sorpresa de Roger, nadie prestó atención al hecho de que fuesen marcha atrás. Bien podía ser porque esto ya no era una novedad, se contaban por cientos los que arrepentidos demandaban el camino; bien porque estaban demasiado absortos en sus propios demonios interiores. No queda energía para tantas batallas paralelas.



El coche se cruzó con un carrito de helados en el que su propietario acumulaba libros de Stendhal y Proust. De éste último utilizaba para mejorar sus ventas con los adultos la siguiente frase: “¿Dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas? “

Y vendía helados de chocolate de tres en tres como si no hubiera un mañana.



Roger descartó esa parada como posible: demasiado densa para su frágil momento existencial.



Dos manzanas más atrás, o adelante en este proceso inverso del tiempo perdido, un carro de heno cruzó la ancha calle y colapsó el tráfico.

El taxista advirtió:



- Este no se lo recomiendo. Con frecuencia veo pasar carros de heno que vuelven como carros de combate y terminan siendo carros de fuego.

- Tiene razón. Mala opción. Acelere y sáqueme esta amenaza bélica de la vista. Estoy cansado de combatir por causas inútiles.

- Con el tiempo todas lo son. No desespere.



Pintores callejeros hacían grafitis en los escaparates de joyería tachándoles de ostentación obscena contra la clase media.

La policía se desentendía del conflicto a instancias del alcalde, cuyos orígenes latinos le concedían un plus de comprensión hacia esa realidad inocultable.



Un cantautor de metro desentrañaba piruetas con su guitarra clásica española para captar la atención de viandantes. Abandonó los pasillos subterráneos por estrés pretraumático: vaticinaba un gran accidente de tren en corto plazo y esto no le dejaba vivir.



La fila tras las ruedas de un carro de café helado rodeaba la siguiente manzana. Clientes todos a los que la reciente subida de impuestos abrasó en el crematorio del gobierno para villanos y plebe. Necesitaban apagar de algún modo las llamas de la ira.



Poco después, o adelante, un carro rebosante de mentiras aguardaba el cambio del semáforo. Pensaba cruzar con la luz roja y atropellar a todos los crédulos gritando: “Esto os pasa por confiados. Despertad. ¡Despertad!”



- ¿Quiere verlo? Preguntó el chófer a Roger.

- No, gracias. De estos ya me han atropellado unos cuántos. Prodiga.

- Querrá decir prosiga.

- Perdón, prosiga. Prosiga.



Al llegar a la catedral de San Juan el motor se detuvo sin motivo aparente.



- Vaya. Es usted ateo, ¿verdad?

- Cómo lo sabe - preguntó Roger con extrañeza.

- Ya me ha pasado otras veces. Cuando traslado a algún ateo indomable el coche se para frente a esta fachada.

- Intrigante. ¿Y qué hace?

- Entro a la catedral y me acerco al carro de las velas. Una vez ahí, enciendo un par, dejo veinte dólares en el cepillo y se solucionó la avería. Qué le parece.

- Que ya le doy yo cuarenta pavos pues mi ateísmo tiene una poderosa fe que lo sustenta. Va a necesitar muchas más velas para compensar este pecado.



Deshecho por el método habitual el entuerto de la avería fantasma, el Toyota Camry alcanzó la zona del distrito financiero.

Un carro de carbón empujado por un homeless con años de oficio les embiste por detrás. O por delante.



- Vaya. Otro expulsado del sistema tras la última reconversión.

- ¿Adónde va con ese carro? ¿Lo sabe?

- Sí, claro. Suelen colocarse frente a las puertas de algún gran banco y les tiran esas piedras negras.

- Ah. Interesante.

- No. Pero sí justo.



Pocos metros más adelante un carro de supermercado les adelantaba por la derecha rebosante de lejía y bebidas azucaradas.



- Sorprendente combinación - exclamó el pasajero.

- No se crea. A estos los llaman cócteles Sucarov. Son más letales porque llegan a más gente y matan lento. ¿Quiere probar uno? Le noto con ganas de darlo todo.

- Mejor en otra ocasión. Prodiga.

- Prosigo.

- Eso.



El carro de un lavavajillas cruzó la calle sin mirar a derecha e izquierda como aconsejan las madres a sus niños. La conclusión es que un autobús en edad escolar lo arrolló sin contemplaciones.

Vasos platos copas fuentes se hicieron añicos frente a los ojos atónitos de Roger.



- Es su oportunidad para descalzarse y dejarse la piel. Sería un mártir ante los ojos inexpertos.

- O un faquir aficionado. Mejor para otra ocasión. Hoy no tengo el cuerpo para más sangre.

- Sabia respuesta. Hay desollamientos que no valen la pena. Menos aún si la piel es propia.



Al llegar al City College un carro de linotipia con sus matrices todavía humeantes se detuvo junto al espejo retrovisor. El operador miró a Roger y en esperanto preguntó si tenía intenciones de cursar alguna carrera. La oferta era amplia y las tasas suficientemente elevadas como para resultar eficazmente disuasorias. Roger añadió que necesitaba algo más de tiempo para definirse. No veía claro cómo insertar en esos precios tan elevados el discurso de igualdad de oportunidades.



El taxista sacudió la cabeza con desaprobación, pero no pronunció palabra. Él tampoco supo a tiempo qué quería ser de mayor. Por ello lleva un book secreto en la guantera con todos sus proyectos sin desarrollar.



Algo incómodo consigo mismo dio un corto acelerón sin pensar. Por los aires lanzó un carro de bebé que cruzaba solitario la avenida. De su interior, volando entre toquillas y minisábanas de encaje, un teléfono rojo de sobremesa años cincuenta salía despedido hasta estrellarse contra la dura acera. Por ella corría la madre desesperada al rescate de los trozos y dejándose los tacones en la acera.

A falta de hijos de carne había adoptado un teléfono porque pensó que éste nunca le negaría la palabra como hacen los adolescentes intratables.

El teléfono, abandonado en el rastro desde los dos años de edad, dio timbrazos de alegría cuando oyó que esa mujer le dijo a su dueño Sí Quiero.



- Parece que me trae usted mala suerte - protestó el chófer al pasajero. Vaya pensando un destino no puedo seguir así media vida. Bastante tengo con no perder el mío.

- ¡Allí! ¡Allí! - gritó excitado Roger.

- ¿Dónde? Hay tantos allís como aquís. Defina.

- ¡Aquel carro con ruedas y perros tirando!

- ¿El musher de color blanco?

- Ese, ¡ese! ¡Lléveme con él!



Sin terminar la frase el taxista hizo dos requiebros de volante y se dirigió marcha atrás hacia el objetivo. O marcha adelante.

Sobre el musher una pequeña mujer forrada de pieles aguardaba con las correas tensas de sus perros en una mano.



- ¿Está seguro? Es una Inuit en su ruta hacia Alaska. Esta avenida es una antigua cañada real, y en ocasiones bajan al sur a pastar a sus renos.

- No me importa. Quiero marcharme bien lejos.



Excitados ambos por encontrar al fin un objetivo digno de ser perseguido, aparcó el taxista su coche apenas unos metros adelantado al carro.

La mujer hizo una señal de negación con la mano izquierda que ninguno supo descifrar. Roger pensó que era un inocente saludo al que correspondió amablemente. George, el chófer del tomate rojo maduro, interpretó el gesto como una ofensa de conductor urbano y también respondió adecuadamente:

mostrando groseramente su dedo corazón.



Pero las indicaciones de la Inuit eran otra cosa.



Un aviso de peligro porque dos segundos después un tranvía arrollaba al taxi despedazando coche y ocupantes.

El azar, en su infinita y oportuna sabiduría, puso fin a tanta incertidumbre. Y la ciudad siguió su pulso con el desinterés habitual.



Al día siguiente, en un periódico local, a pie de página izquierda central apenas una reseña en la crónica de sucesos:



Otro conductor ebrio desobedece las señales de advertencia y muere junto a su pasajero en un paso a nivel para carros.










© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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