Si bien, tenía muy presente que a las conocidas le seguía una octava no declarada pero más importante: el arte de hacer dinero con cualquiera de las otras siete. Salvo ésta, que se le antojaba la más abstracta e ingobernable, estaba dispuesto a probarlas todas.
-Yo hago música. -¿Haces? ¿En serio? Eso sí que no lo esperaba. Creí que la música se tocaba. O componía.
-¡Ya me has entendido!
Responde molesta por esa mezcla de sarcasmo e incredulidad. Él capta el mensaje, trata de arreglarlo apretándola contra su pecho.
-¿Qué instrumento?
Luego de una pausa con un par de grandes olas responde:
-Toco la flauta.
-Ahhh, qué interesante…
Fingió. La primera imagen que le vino a la cabeza era la de un músico callejero, flautista por resignación cuyo único legado vivo de la escuela habían sido esas inútiles prácticas de flauta y que tras una adolescencia revolucionaria había caído en el infierno de los excluidos sociales. Acompañándose de un perro para mejor llevar su irreversible soledad, suplicando unas monedas a cambio de un par de melodías mal entonadas. Pero con frecuencia recibiendo el desprecio de los transeúntes, cuando no los insultos de nuevos jóvenes revolucionarios pro fascismo, o las hostias de la policía pro sistema: otra forma de fascismo represivo y excluyente. Sintió lástima por ella, era la constatación de que siempre hay alguien peor que uno mismo. En ocasiones, mucho peor. Volvió a apretarla contra su pecho:
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario