-¿Me enseñarás?
Se gana el afecto de Charles, quien enroscando los brazos en torno al cuerpo de Fausto responde con dulzura:
-Me encantaría.
Y le besó el cuello al abrigo de la oscuridad en aquella noche terrible.
Al amanecer, una campana en fa mayor seccionó como una navaja de afeitar la cortina del sueño en todo el pasaje. O como un martillo pilón machaca una nuez, según los casos y el despertar del durmiente. Pasada la tormenta vino lo que suele: calma. Una calma flácida y amodorrante que junto al ronroneo del motor y el suave mecer del barco, durmió a unos viajeros asustados y agotados de tanto luchar contra la inercia. Empeñada como ocurre en estos casos en estamparlos contra las paredes igual que sellos. De hecho, más de uno se rindió a la evidencia de que es inútil pelear contra gigante semejante. Siendo más cabal recostarse en el suelo e intentar rodar lo menos posible. Pero terminada aquella inaugural y aciaga noche, dolores de cabeza malestar vómitos aparte, cada cual se recompuso con la mayor dignidad posible.
A plena luz, Fausto y Charles casi no reconocían la cantina donde apenas unas horas antes reinaba el caos. El camarero, o quien fuese, había hecho un gran trabajo de limpieza y recogida. No hay que decir que ambos guardaron en secreto su aventura nocturna, no fueran aquellos bárbaros a agradecérselo despellejándolos. Y descuartizados servirlos con doble ración de patatas para la cena.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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