Movimientos desacompasados que no completan la longitud del miembro retenido. Otro ahhh más largo y la mano izquierda se apropia de los testículos abarcándolos como un trofeo. Duros como huevos, lo que eran, cocidos, lo que no eran; y ardientes como buñuelos recién hechos. Que tampoco eran pero parecían.
Con su nariz explorando el bello pectoral de Fausto llegó hasta sus pezones. Planos, pequeños y aburridos. Los lamió hasta que una esfera irregular tímida y cobriza surgió de ellos. Otra conquista por la entrega de placer, otro asalto en el camino, otro avance hacia el delirio. ¡Ah! de él, ¡Ah! de ella. Sigue la lengua en descenso lento hacia el ombligo. Lo huele. Ahí se concentra su olor como perfume. Ya lo conocía, ya sabía que le gustaba: atrapó su olor el primer día y éste le atrapó a ella, pero en el ombligo hay una dosis extra. Un chute directo a lo más profundo del cerebro que la golpea y desorienta. Le turba le confunde le extasía. Es él, dentro de ella vía nasal. Otra inhalación profunda, otra sobredosis de Fausto como morfina. Tras unos días de travesía todos los olores eran más recios e intensos, y el perfume denso Fausto le ataca directamente al hipotálamo. Pierde la voluntad y cae sobre su cuerpo. Con la mente perdida la cara sobre el ombligo y un pene ardiendo clavándosele en la garganta. No se le podía ocurrir mejor estadio de felicidad, mayor encuentro con el placer. Sólo para esto ya valía la pena el viaje. Comprendía ahora en cierta medida a su madrastra: si recibió el mismo impacto cercano a la conmoción la primera vez que se acercó a la morfina, ya no tuvo oportunidad de escapar. Resultó inevitable que quedara prisionera.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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