Pero una persona era el centro de atención de todos los demás. Cada alma tripulante o pasajero se confesaba comulgaba charlaba lloraba compadecía, también enfadaba, con él en algún momento del día. No, no era el capitán pues también éste precisaba sus servicios con frecuencia, quizás demasiada frecuencia, ni tampoco el capellán; que no había tal cosa en semejante sitio abandonado de la mano de algún dios. Esta persona que los unía a todos, que atendía aconsejaba escuchaba soportaba a esos todos los demás, era el camarero. El malayo doctorado en matemáticas inexactas y lenguas trémulas que con tres penas por cumplir, la última de dos años y medio día aprovechó sus habilidades con los números para sacar cuentas y darse cuenta de que le traía más cuenta enrolarse en el primer barco discreto que zarpara del puerto de Klang. Las penas eran de amores y tras el último fiasco, una hermosa camboyana de ojos verdes mestiza pelo castaño brazos de arpista manos de flautista piernas de ballet pies de modelo cuerpo de muñeca tetas de adolescente sexo de mujer boca de entrada profunda, le partió el corazón en dos pedazos; por la mitad, vamos. Se fugó con un camarero sumatrano del hotel donde se habían hospedado a ensayar la luna de miel. Dos años y un día hacía de aquello.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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