ABANICO DE POSIBILIDADES
Últimamente ando algo
deprimido. Con la moral por los suelos y al autoestima debajo. No consigo mi
mayor objetivo, la meta para la que me he preparado toooda una vida, sin
reparar en gastos ni escatimar energías: un suicidio limpio. Mi asesinato
perfecto.
No quiero huellas
incriminatorias ni dudas de autoría. Las primeras, porque plantean grandes
conflictos legales de copyright. Las segundas, por lo mismo. Ya que va a ser mi
gran obra, la definitiva, que al menos me lluevan royalties para salir de la
miseria.
Pero no lo consigo, no
esto último de la miseria y demás, sino lo otro, el suicidio perfecto. Por ello
estoy deprimido que no al revés. No vayan a creer que por deprimido busco el
suicidio. No, no, nada de eso. Mi vida es un lujo, un oasis en un desierto de
soledad y tristeza. Para el resto la arena para mí el agua y las palmeras.
¿Cómo iba yo a estar deprimido con esto? Por tenerlo todo es que busco algo
nuevo. Lo que no haya probado, y en este último año, diría que casi todo. De
todo con todo y, con todos. Todo que es nada, sin resultado.
Empecé con lo más
evidente: un arma de fuego. Las armas blancas me plantean un problema de
definición: no se puede ser arma y pasarse por blanca, haciéndose la inocente,
la que nunca ha hecho nada. Mi elección fue, pues, semántica. Probé con la escopeta,
me gusta ser contundente. Y para un buen liquidador de especies no hay
herramienta mejor. Definitiva y concluyente. Aunque algo ruidosa para mi gusto.
Tras varios intentos
frustrados, disparé a la lámpara al cuadro de la pared a la foto de mi primera
esposa, esto no fue un error fue un acierto, concluí que debía reformar la
herramienta. Un mal profesional siempre culpa a sus herramientas, ese soy yo.
No me llegaba el dedo
al gatillo, o si lo hacía no apoyaba el cañón en la sien. Demasiado largo éste
o demasiado corto el brazo. Ya he dicho que soy de los que culpan a sus
herramientas, acorté el cañón para no alargarme el brazo. Tuve que meterle la
sierra de recortar gastos, siempre a mano siempre en uso siempre por eso
desafilada. No quedó fino el corte.
Con el cañón de dos
palmos, me arreé un tiro entre los ojos que me quemó las pestañas, y mira que
las tengo cortas, e hizo mis sesos puré. Otra vez contra la pared. Y una
quemadura en la frente que ríete tú del cáncer de piel. La camisa de flores perdidita
de sangre, el suelo de a cien euros el metro cubierto de un charco, yo tirado,
sucio, descompuesto. Nada de postura de muerto: brazos en cruz, expresión
serena, mirada perdida, o profunda según el ánimo del espectador. Esas cosas
tan correctas.
Que no, que no me gustó
la escena. Con el estruendo los vecinos se asustaron, llamaron a la guardia
civil, que se personó en el lugar a su velocidad habitual: relativa. Multa por
escándalo público y retirada del arma por tener la licencia sin los pagos al
día. Lo habitual. No hubo suicidio limpio ni asesinato perfecto. Mal intento.
Armado, nunca peor
dicho, de valor, decidí probar con las cuchillas, que al ser un arma blanca con
otro nombre no me planteaba problemas de conciencia. Además, yo buscaba la inconsciencia,
resolví con este método mi total incoherencia.
Creyendo que la marca
no era lo importante, después de todo yo, no lo valgo, en el supermercado me
hice con dos paquetes marca… blanca. Reconozco que caí en mi propia trampa,
¿pues qué hay dentro de marca sino la palabra arma? Resultó ser un arma blanca,
por tanto. Tarde advertí este conflicto de intereses pues al hacerlo ya había
usado yo los dos paquetes y difícilmente me sería el importe reembolsado. Nada
importante por otra parte, era más una cuestión de orgullo. De mantenerme fiel
a la palabra, los ideales, los valores, esas cosas en desuso.
Con las cuchillas no
dejé un músculo sano. De brazos y cuello. Aprendí por la vía de urgencia qué
significa estar cortado. Nada que ver con la vergüenza, oiga. Un chandrío,
vamos. Piel a tiras, venas reventadas, escozor insoportable y sangre por todas
partes. Otra vez todo perdido, lo que digo: no daba con el suicidio limpio.
Perfecto. El servicio de urgencias trató de reanimarme de ídem. Ya era tarde y
me dieron por muerto. Lo que estaba, aunque no un muerto perfecto que era lo
que yo buscaba.
Abandoné las armas,
negras y blancas, y me pasé a las drogas. Blancas. Genéricamente utilizadas
para intoxicar a la población. Ahora las llaman genéricos.
Di un palo a una
farmacéutica, porque primero se lo di a la farmacia y como no dolió tampoco
funcionó, nada pillé, por tanto. La mujer, la farmacéutica no una que pasaba
por allí ni la vecina del cuarto, vació su despensa de antidepresivos y
ansiolíticos. Si los famosos los toman, por qué no yo, me dije pleno de
convicción. Vete y revienta cabrón, recuerdo que me contestó llena de desprecio
y rabia. No la culpen ya lo hago yo: seguí su consejo y me los tomé de una
sentada. Creo que estaba sentado pero esto no es muy seguro. Y con zumo de
limón, quita el mal sabor y dicen que es muy sano. Limpia no sé qué cosas.
También del cuerpo.
Resultado: nadie me
avisó de que echaría espuma por la boca y babearía igual que un niño. ¡Qué digo
un niño! ¡Un viejo que da más asco! Tanto que mi propio vómito me daba arcadas y
náuseas. Vamos, que era la mayor repugnancia incluso para mí mismo.
Lo sentí por aquel
camillero que en su celo profesional se empeñó en hacer el boca a boca a un
muerto. Y vaya que lo logró: al cabo de diez minutos estábamos muertos los dos.
Se atragantó el muchacho con una molleja, mi cena de la noche anterior.
Frustrado con este
nuevo fracaso pensé en el gas como agente noble. Me intoxiqué con argón por eso
mismo, dicen que es un gas noble. Veinte botellas que le compré a un chatarrero
del barrio, sin vergüenza ladrón y grosero.
Con el gas inflé la
casa, en la casa estaba yo. Respirando a pleno pulmón. Mareado caí al suelo, en
el viaje una mesa en la mesa una esquina. Hostión en la sien, ¡en la que no
podía apoyar la escopeta!, muerto dos veces muerto. Pero mal.
Por la sien
ensangrentado, por el gas amoratado ojiplático: aún no he perdido la capacidad
de sorprenderme, reconozco mi falta de mérito. De madurez, pues a estas alturas
ya no debería sorprenderme por nada. Anyway, ensangrentado amoratado de asfixia
y con ojos de sapo no era la imagen soñada que tenía de mí mismo muerto. Quedé
muy mal en la fotografía que aquella sanguijuela me publicó. Crónica de
sucesos, apenas media columna, investigado que fue un accidente doméstico.
Ya lo he dicho, otra
sonora derrota a la que añadir la saña de falta de reconocimiento: tanto
esfuerzo y dinero para confundirme con un vulgar incidente.
Perseverante que soy, y
escaso de liquidez, opté por liquidarme alcoholizado. Nunca mejor dicho y valga
la redundancia. Compré varias cajas de vino fingiendo que montaba una fiesta,
que se ha de dar explicaciones por todo. ¡Qué suerte la suya espero que lo
pasen bien vuelva si necesita algo estamos para servirle! –me contestó la payasa.
Me las bebí de una
tacada. El vino, no las cajas. Aunque quizás debí pues con el vino, lo de
siempre: vomitera verborrea desinhibición exhibicionismo mareos coma etílico
muerte por intoxicación alcohólica. Otra vez el vecino tocahuevos comprensivo y
fingido. Otra vez en una camilla marrano y culpabilizado. ¡Y yo quería el
suicidio limpio anónimo perfecto! Para este caso, sucio acusado y condenado.
Él se lo ha buscado,
dijo la enfermera que me lavó con cara de asco. Casualmente, hermana de la cajera
que sonrió y me echó la maldición amable. Sé que ella pasó un mal trago, la
enfermera y valga de nuevo la redundancia, porque a su hermana le dijo que hoy
había limpiado a otro asqueroso borracho. Me dolió, a qué negarlo.
Pensando que estuvo el
error en la precipitación, preparé una nueva versión de este plan. Si otros lo
consiguen, ¿por qué yo no? Estuve bebiendo con moderación seis meses, tal y
como aconsejan las autoridades sanitarias y los fabricantes de cerveza. Algo no
funciona si ambos están de acuerdo.
A falta de moderador
experto me hice el honor a mí mismo: bebí, bebí y bebí hasta que me reventó el
hígado. ¡Lo conseguí! –me dije con inocente entusiasmo. El hígado descompuesto
me puso amarillos los ojos, azulada la piel, mucho sudor, mal olor y mal
aliento. Un asco de tío, vamos. Otro asco, para ser más exactos. Por no
mencionar la diarrea crónica y el despilfarro en ropa interior.
Con el afán que tiene
el estado en controlar tu vida y milagros, se empeñaron en que yo era sujeto de
lástima y motivo de redención social: me incluyeron en el programa de
trasplantes anónimos y reparaciones urgentes servicio 24 horas llame ahora.
Todo un éxito, el programa reality show, que no yo.
Fallo hepático a las
tres de la mañana del octavo día en la lista de espera. Muerte por colapso
generalizado, certificado de defunción etiqueta en el pie sello en la frente al
depósito a saludar a la gente. Me reconocieron la familia y los amigos, ¡a
joderse el muerto anónimo! Y feo azulado mal oliente. Que no que no que no era
lo que yo buscaba. Renuncié a la bebida definitivamente.
Si las drogas blancas
no funcionaron pensé que quizás el error estuvo en la elección del producto. Me
pasé a las drogas negras. De esas que por ser ilegales dan tanto dinero a
algunos. La cocaína era cara, la heroína me dijeron que infalible y rápida. El
crack había que fumárselo, no estoy yo para eso, que me da la tos y me atasco.
Y dicen que fumar provoca cáncer, mejor evitarlo. Para el suicidio perfecto
debe estar el cuerpo sano. Opté por la respuesta B, y aposté doble o nada.
Buscando entre
callejones contacté con camello de mierda que me vendió su mierda a precio de
petróleo y oro. Mira que la vida es cara, pensé, pero la muerte… la muerte se
está poniendo imposible. Cambié el coche de mis sueños por todas sus
existencias. Iba tan colgado el camello que aceptó este engañoso trato: he
dicho que era el coche de mis sueños, no que lo tuviera.
Decidí hacerlo bien
esta vez, compré de segunda mano la discografía de Nirvana completa. Nada mejor
para el dolor de cabeza, para causarlo, y querer morirse cuanto antes. No fuera
a arrepentirme en el momento más delicado. Con sus guitarras arrastradas y esa
pinta de mendigos en prácticas, hice lo propio.
Tirado en un viejo sofá
del rastro me metí un pico que fue la envida de los presentes. Esta vez no me
lo echan a perder los detalles, me dije con una asertividad nunca conocida.
Pero una cosa es la
teoría y otra el intento, la práctica va después, con el tiempo. La aguja
demasiado grande, se la robé a un veterinario de ganado caballar, la heroína
demasiado cortada la dosis demasiado fuerte las ganas demasiadas ganas. Me
destrocé la vena me atravesé el brazo me salió la aguja por el otro lado. A
sangrar nuevamente a ponerlo todo hecho un asco otra vez a llamar a la
ambulancia el vecino de los huevos a intentar reanimarme a morirse en el
trayecto sobre un charco sangriento. Otro malogrado intento.
Y el agravante de un
sofá por limpiar o pagar.
Pasó el tiempo y yo
acumulaba deudas y chascos. Recordé que la zorra de mi ex con frecuencia decía
que su padre se había matado a trabajar. Aquello era falso porque el mediocre
profesor de matemáticas sin aplicación alguna a la vida práctica murió de
viejo, sin embargo murió limpio perfecto. Decidí probar suerte, o mala suerte
pues no estaba claro qué convenía más, y ofrecí mis servicios de hombre
multiservil a una cadena de hamburguesas.
Humillado por todos
insultado por todas a cambio de un sueldo que era nada y restos de comida,
subsistía malamente o moría lentamente, que descubrí ser lo mismo. Seis meses
duró aquel suplicio de recoger lo que otros tiraban y besar el suelo que
pisaban como si hubieran hecho algo importante en sus vidas de mierda. El
tiempo justo para pagar el sofá, y morir empujando el carrito de la comida,
basura.
Por eso mismo, por
esparcir la basura delante de todos los clientes y caer sobre ella, y ponerme
perdido de mostaza kétchup y carne picada, y asustar con el espectáculo a
comensales y esclavos, y aparecer otra vez en la crónica de sucesos capítulo
muertes violentas, me demandó la cadena y fui el muerto más endeudado
publicitado y odiado de ese año académico. Me quedé sin suicidio anónimo limpio
perfecto.
Ya que lo de matarse
trabajando no funcionó me pasé al otro extremo: me moriría de risa. A ser
posible viendo cómo otros se joden y trabajan y además están contentos de poder
hacerlo. Lo de la risa deja más arrugas pero dicen que es una muerte feliz. Una
vez más, para lograrlo, contaría con los servicios del estado. Secretos, en
este caso.
Haciéndome pasar por el
espía que surgió del trópico me presenté en la embajada que mi país tiene en un
paraíso fiscal de renombre. Pequeña, no hay espacio para tantos, pero mona.
Toda ella pintada en encarnado y gualda. Que decir rojo es de comunistas y ahora
toca ser capitalistas santos, aunque esclavos.
Dije poseer valiosos
documentos que revelaban las fuentes que habían filtrado, se llama así lo que
antes era chivarse sin más, a las fuentes que habían pasado los documentos a
güiqui lics. La información era de primer nivel, por tanto. Como su precio.
Literalmente la primera en esta cadena de soplones.
Me pagaron lo que dije
y en metálico, a cambio de una caja de zapatos. En ella, de niño fui guardando
nombres de chicas a las que pediría su mano, intentos no cubiertos; de chicos
malos del colegio a los que daría una paliza si pudiera; de chicos peor que
malos que sí pudieron darme la paliza; de profesores tiranos, de maestras
metemanos, sólo de las que me ignoraron que uno tiene sus principios; ejercicios
con problemas de matemáticas sin resolver; fórmulas químicas mal aprendidas; e
incluso traducciones de inglés suspendidas. Que de todo hubo en una vida de
milagros.
Pero mi documento
estrella, el que definitivamente convenció de la autenticidad de la información
y revalorizó la operación, fue mi análisis de texto sobre un poema de
Baudelaire “Las Flores Del Mal” que el experto número uno en espionaje de alto
nivel del ministerio tradujo como “Eje Del Mal”. Una vez en casa, con las
cuentas saneadas y las deudas pagadas, me jarté de reír durante días. Sin
embargo no morí.
Estaba comenzando a
impacientarme cuando me sobrevino el ataque mortal definitivo. Ocurrió comiendo
una langosta en el mejor restaurante de la costa azul. Un camarero tuvo el mal
gusto de conectar el televisor y, peor aún, convocar a los presentes al
visionado de la rueda de prensa que con carácter de urgencia interrumpió la
programación de todas las cadenas. Como si nos fuera en ello la vida a los
ricos que allí comíamos.
El presidente,
circunspecto como siempre, y su primer ministro en la lista de delfines
anunciaron en rueda de prensa masiva que gracias a la profunda, costosa y larga
labor de espionaje de los servicios de inteligencia del país, una
peligrosérrima banda terrorista había sido desarticulada in extremis. Con la
eliminación a tiros de su líder miles de vidas se habían salvado pues el
comando estaba preparando un atentado de gran impacto social para el que disponían
de un nuevo gas, desconocido pero mortal.
El peligroso líder no
era otro que mi archienemigo compañero de pupitre, nombre que guardé repetidas
veces en mi caja de zapatos, zapatero de profesión con esposa, hijos e
hipoteca. Un hombre con una “doble vida: padre de familia honrado por el día,
peligroso asesino de masas de noche”. Dijo el delfín y asintió el presidente. El
gas, una de las reformulaciones químicas de mis ejercicios incapaz de resolver.
Como digo, el ataque de
risa fue mortal pues me atraganté con la langosta. Y esto me puso muy contento
pues pensé que por fin lo iba a conseguir… De no haber sido porque en la mesa
de enfrente una principito europeo candidato a rey por el partido republicano,
de viaje por el mundo en busca y captura de primera dama para iniciar su
campaña y lavar su imagen de putero irresponsable, se sintió amenazado con mis
risas y aspavientos.
Su escolta, necesitada
de una acción relámpago con resultados inmediatos para no perder el empleo por
falta de presupuesto, me cosió a balazos.
En realidad quien me
cosió fue el forense después de certificar que en mi estómago había peligrosas
cantidades de polonio. Producto desconocido por mí hasta esa fecha y con el que
se dijo que yo iba a eliminar al principito. También se dijo que mi muerte fue
accidental: alergia al marisco. Y que la escolta hizo cuanto pudo por salvarme
la vida.
De nuevo sangre en el
plato, roto y cosido, y en las noticias. Otra decepción.
Iba a tirar la toalla
cuando tres días más tarde, tomando el sol en esa costa supuestamente azul y
sobre una gran toalla tirada en la arena, ya he advertido que iba a tirar la
toalla y esto era un ensayo, a un marica de playa con bañador paquetero
musculitos anabolizados y bigotón engominado le oí decir que su pareja le iba a
matar a polvos. Una sugerente alternativa hasta la fecha por mí ni siquiera
imaginada.
Escaso de material
quedaba en ese terreno de dunas curvas túneles y algún espigón justiciero.
Vuelta al anonimato, desconocido por todos y sin ganas de perder el tiempo en
conversaciones de aproximación, caras cenas de seducción y tortazo con insulto de
postre, opté por la vía rápida: agencia de contratación.
He de reconocer que
esto de tener dinero facilita mucho las cosas, pues el book, así lo llamó la
madame, de modelos sin modelo a seguir, de aspirantes a actrices y actrices que
lo aspiran todo, de chicas de alterne que te alternan por otro con el yate más
grande, putas sin declarar y practicantes convencidas era tan llamativo, y
apetitoso, que tras un minuto de duda inicial quise contratarlas a todas. Si
quería morir a polvos mejor cuanta más práctica.
No pudo ser: el
principito y su escolta habían reservado la primera mitad del catálogo. Para mí
de la N a la Z.
Los primeros días
fueron difíciles, tanto trajín y mi falta de hábito, tuve que adaptarme. Aunque
a eso de pasarse el día en la cama viendo cómo te la comen por turnos y con una
sonrisa, a eso se hace uno rápido. Para cuando llegó la S ya estaba en plena
forma; en la T a Tatiana le dejé un recuerdo imborrable, no diré cual por estar
en horario infantil; y en la V pensaba cantar Victoria.
Victoria: pelirroja,
ciento ochenta centímetros sin desperdicio, labios carnosos, también los de la
boca, ojos de pantera, dedos de pianista, muslos de amazona, caderas de samba,
y sorpresa de Víctor. Número redondo, veinte centímetros de sorpresa. Rápido
aprendí el significado de que te mataran a polvos, me acordé del maricón de
playa y su poca ilusión por las grandes hazañas, no me gustó la idea. Salí
corriendo.
En la puerta estaba
Víctor bloqueándola, esgrimiendo su mejor arma. Qué si no. Sexo salvaje o
muerte: me tiré por la ventana. Cuatro pisos de hotel cinco estrellas no dan
para pensar demasiado, ni me pasó la vida por delante ni nada. Tan sólo vi
acercarse peligrosamente los asientos de un testarossa descapotable. Todo un
acontecimiento pues la mayoría eran de techo duro.
No podía ser de otro
modo, otra vez al estrellato. Espachurrado contra el cuero y, lo peor, desnudo
con sospechas de sado maso. En esta ocasión la vergüenza y la verdad se
hicieron carne. Todo un escarnio. La prensa sacó un titular ocurrente: “El
suicida en cueros contra el cuero del rossa”
Una nueva derrota a
sumar al suicida imperfecto.
No puedo negar que este
nuevo descalabro, en su sentido más amplio, produjo en mí una gran desazón. A nadie
le gusta ver su cadáver desnudo abochornado, primera página a todo color, en
los periódicos más amarillistas del universo informativo. Avergonzado de tanta
notoriedad envenenada, y asqueado de seguir en mi línea perdedora, huí de
Francia cruzando los Alpes. A pie, por ver si me moría de cansancio o frío. Como sospechaba no ocurrió, pues al punto de
quedarme congelado, unos sherpas abandonados a su suerte por un ochomilista sin
fronteras ni vergüenza, me socorrieron con lo que llevaban puesto: café de
puchero y güisqui de malta.
Que uno quiera
suicidarse es muy distinto a dejarse matar por unos nadies: huí de aquel grupo
enemigo y caminé durante días la montaña hasta que entre las rocas y bajo un
manto de nieve encontré un monasterio. Apartado de todo mundo conocido.
A dos mil quinientos
metros de altitud, con voto de pobreza y de silencio, viviendo de la miseria
que da la tierra, me pareció un lugar idóneo para morir. Esta vez, de pena. Convencido
de que sí ahora sí, puse todo de mi parte. A su voto de silencio y de pobreza
yo sumaría el de tristeza. Vagando por los pasillos y claustros estuve cuatro
semanas, tiempo que tardó el superior del monasterio en pensar que tal vez lo mío
de vagar fuera por vago y actuó en consecuencia: me ordenó trabajar el huerto. No
le hicieron falta las palabras, ni siquiera los gestos: me arrojó las
herramientas al suelo. Fue, por así decirlo, muy indirecto.
Ni protesté pues viendo
la aridez de la tierra y la dureza del clima no podía sentirse uno más desolado,
iba por el camino correcto. Sin nadie con quien hablar, despreciado por los
monjes, tras mucho cavar sin recompensa y no comiendo otra cosa que raíces y
gusanos, entré por fin en parada anímica. Todo mi ser era pellejo de
desconsuelo y hueso de tormento. Todo mi cuerpo era un quebranto: mis manos
como las raíces que comía, peladas y retorcidas, mis ojos hundidos como la
tristeza que sentía. Mis pies, dedos muertos por la congelación y las heridas. Me
fui apagando, marchitando más apropiado ya que se trataba de un huerto, hasta
que caí al suelo confundiéndome con las hojas muertas. Qué bien –pensé-. Aquí no
hay testigos, nadie me busca. Esta vez… sí.
Iba a dar mi último suspiro
de ilusión, muriendo feliz de pena satisfactoria y entero, cuando una masa de
bronce de tres mil kilos me cayó encima. El campanero, apostó contra Fray
Camorras quién haría sonar la campana más fuerte más alto más lejos de un solo
golpe de cuerda. Cantero antes que fraile, por supuesto ganó el reto. Aunque por
dejar sin oportunidades al contrario pues Fray Camorras sólo pudo ver la
campana salir volando, golpear contra el muro del monasterio, rebotar, caer al
suelo tropezar y rodaaar y rodaaar… sobre mí.
Huelga decir que hasta
los gusanos sintieron asco, y huyeron del lugar corriendo. Sí sí, corriendo,
nunca vi cosa igual. No les culpo, yo también; y eso que ya me estaba
acostumbrando a ver mi cuerpo hecho pedazos.
Tuvo que ser un gusano,
precisamente un gusano cómo no se lo pregunté antes yo que me había comido
tantos o quizás por esto, el que me diera la solución al gran proyecto
inacabado de morir suicida silencioso perfecto:
Y es que no hay muerte
más indiferente, que deje menos testigos e importe menos a nadie, que ésta de
seguir viviendo.
Allá voy. Presiento que
sí por fin sí, nadie me mira nadie me escucha a nadie le importo aquí sentado,
en mitad de la plaza de esta gran ciudad de fantasmas.
Ahora sí, lo estoy
consiguiendo.
©CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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