habitaciones, quedaban a la derecha; también abuhardilladas, con ventanas diminutas que daban únicamente a los tejados de las casas colindantes.
Por encima de todos ellos y a lo lejos se veía un campanario con una cruz de hierro. A él ese pequeño trozo era lo que más le fascinaba de toda la vista. No sabía si por su solemnidad, su enhiesta, arrogante presencia; o tal vez por la asociación que el tañido doliente, lúgubre, luctuoso de un repique tan melancólico provocaba en su cerebro. Y cuando doblaban a muerto Augusto cerraba los ojos y se dejaba llevar: nota, pausa, nota descendente, pausa, nota final, pausa. Reinicio. Para él era como un balanceo, una canción de cuna, la nana que había escuchado desde pequeño a cualquier hora del día. Tranquilízate niño, pausa, tranquilízate niño, pausa, tranquilízate niño. Reinicio. Ningún otro estimulante tenía la fuerza, el poder, el hechizo de las campanas cuando doblan a muerto. Relajante como un paseo en barca, repetitivo como una mecedora, anímicamente demoledor como la soledad perpetua. Cuando alguien moría él se alegraba porque sabía que otra sesión sufriente-musical venía a continuación.
La abuela, que calladamente de todo se daba cuenta, esto también lo sabía. Y sentía una satisfacción inconfesable ya que esos días que había música en el campanario Su Nieto estaba en casa. En silencio, encerrado en su habitación o en el desván, pero en casa. Ella escuchaba con atención intentando descifrar el mensaje oculto que Su Nieto captaba en cada campanada y, aunque nunca lo consiguió, esto suplía sobradamente la falta de conversación porque sentía que aquello era como si estuvieran hablando. Por eso cuando vio que la vida se le iba no le importó que él no estuviera porque
Quedaba una última habitación en esa casa. La salita que el difunto también utilizaba como despacho. Con su mesa, toda tan oscura y tan brillante que parecía
No hay comentarios:
Publicar un comentario