Calzado con zapatillas domésticas se dirigió a su pecera.
Le gustaba tener peces: mascotas que no pedían caricias, ni contacto, ni tiempo para jugar, ni educación. Sólo comida. Y a veces ni eso. Augusto compraba con entusiasmo especies que se devoraban entre sí sólo por el placer de verlas comerse unas a otras. Después... la calma.
Por la noche, cuando todo dormía, él observaba sus peces, hipnotizado por el frenético movimiento en el más absoluto silencio. Solo mirarlos; no era necesario decirles nada y ellos tampoco necesitaban a nadie.
“And the glory of the Lord shall be revealed.
And all flesh shall see it together, for the
mouth of the Lord hath spoken it.”
Augusto miraba los peces y se preguntaba si ellos entenderían la música, ¡qué diferente sería el sonido a través del agua! ¿Cómo se oirían ese fugato, el acompagnato, el aria? ¿Podría sentirse el mismo estremecimiento? ¿La misma inquietud? ¿O perdería toda su fuerza y en lugar de música parecería toda la obra un barullo sin sentido? Un patio de porteras con la música estruendosa e insustancial de un tiovivo de fondo.
<¡Un día he de traeros una piraña!> –se decía con frecuencia. Pero la certeza de que esa orgía caníbal apenas iba a durar unos minutos le disuadía de hacerlo.
Permaneció observándolos durante un buen rato. Por fin se dio la vuelta y se encaminó hacia la estancia de la casa que él más apreciaba. Se agachó para abrir la puerta, entró y cerró con llave. Esto último lo hacía siempre. Aunque ahora su abuela ya no estaba para interrumpirle él no había perdido la costumbre; es más, si no lo hacía estaba inquieto temiendo siempre que alguien pudiera descubrirle.
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