A pesar de ello, encontró más estimulante no tocar las antiguas pertenencias, siempre le llamó la atención que los objetos de una persona una vez muerta pasan a ser "sus pertenencias", que recogerlas. Era como pasearse por la muerte, como si el hecho de no alterar nada conservara latente esa presencia de los que ya no están. Y ese sentimiento frío y perturbador fue más fuerte que el olvido, de modo que, quizás llevado por la inercia, recogió de su abuela el testigo del ritual diario de limpiar para no usar. Pero sí para sentir. Creyó en ese momento entender lo que durante tanto tiempo había juzgado estéril: el recuerdo a través de los objetos como un intento de mantener vivos a los muertos. Le pareció que ésta era una clase de inmortalidad, quizás la única para no desaparecer completamente:
Cerró la puerta de una patada, metió la llave nuevamente por el interior de la cerradura, era la única forma de no olvidarlas, y sin quitarse siquiera la chaqueta se dirigió hacia su equipo de música. Lo encendió y “El Mesías” de Handel llenó la vivienda. Un escalofrío, como le ocurría siempre, le recorrió el cuerpo y bloqueó su ira.
Sabía que la música era su calmante y su excitante. Por ello se refugiaba en ella cada vez que necesitaba a alguien leal y noble en quien confiar. Si había alguien, o algo, capaz de hacerle cambiar su estado de ánimo de forma radical y fulminante era la música.
Con ella era capaz de pasar del infierno al cielo, de la desgracia a la dicha, de la tristeza infinita a la alegría más intensa, del odio... casi al amor. Pero mayormente ocurría lo contrario. Y convertirse en un monstruo antes de darse la vuelta. Por suerte, solo su abuela conocía este oscuro rasgo de su carácter. <¡Un día te va a traer la ruina!>, le dijo en una ocasión; pero inmediatamente se arrepintió. Tal fue la mirada dura y negra que él le dirigió.
Ya con el corazón a sesenta pulsaciones y la química de su cerebro reformulando nuevas sustancias recuperó la paz y la tranquilidad que necesitaba. Se quitó los
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