secretos porque sé que no lo escribió para nadie. Me convierto en una clase de confidente póstuma.
Él se dio cuenta de que había metido la pata, así que rectificó:
- ¡Hombre! Quiero decir que hay gente que se pasa. Le dejas algo y a lo mejor tardan en devolvértelo meses; si es que lo hacen. O te dicen que se lo han prestado a otra persona a la que tú igual ni conoces y empiezas a perderle la pista...
Ella odiaba que dijeran <
- ¡Se cierra! ¿Queréis algo o no? Que lleváis aquí media mañana.
El tono áspero, el vocabulario disuasorio y la premiosidad del mensaje ni les sorprendió ni ofendió, pero lo que verdaderamente resultó molesto de esos modales fue el repentino silencio que se hizo en la tienda al apagar bruscamente el equipo de música. A ella porque fue como si le taparan la boca justo en el momento en el que iba a contestar a algo que la había puesto furiosa; a él porque no soportaba que se cortara una canción –cualquier canción, esto era irrelevante- sin ir bajando lentamente el volumen. Si se hacía como a él le gustaba, la música, que previamente había inundado todos los circuitos cerebrales, iba desapareciendo lentamente, como una esclusa cuando se vacía: despacio, un proceso perfectamente calculado; permitiendo que el cerebro también se fuera desalojando con lentitud; dando paso al silencio el cual va llenando el vacío que deja el sonido mientras se desvanece. Una sucesión, un cambio de escena suave, bien enlazado. Pero si aquél se efectuaba de forma inesperada no había continuidad, no existía esa transición porque la misma esclusa había reventado, liberándose atropelladamente de su contenido. Para Augusto el librero había cometido la mayor de las tropelías: interrumpir chapuceramente un momento musical.
Salieron de la tienda y no habían puesto el segundo pie en la calle cuando el chirrido de la persiana metálica falta de grasa terminó por hacer añicos una ocasión que podía haber sido mágica; o nefasta, que nunca se sabe. Desconcertados por el contratiempo, él no acertó a decir otra cosa que:
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