-Vaya. Ay, mi espalda.
-Sí, eso no lo he podido evitar. Te solté aquí como pude. Me caía.
-¿Me has traído tú? No sé… No recuerdo nada.
-Sí. Te recogí de ahí abajo. Te dio un mareo.
-No sé… Uff… Pues vaya susto que te habrás dado.
-Bastante, sí. Pero ya pasó. ¿Nos vamos?
-¿Qué? ¿Cómo que nos vamos?
-Claro. ¡Después de lo ocurrido no querrás volver!
-¡Mon dieu! ¡Por supuesto! ¿Cuántas oportunidades más vamos a tener antes de que el capitán descubra que le falta la llave?
-Pues no lo sé, pero ya has visto lo que ocurre. No se puede respirar.
-¡Eso era antes! ¡Por la mala ventilación! ¿Sabes el tiempo lleva esa puerta abierta?
-No sé. Diez, quince minutos…
-Pues yo digo que ya podemos entrar. Bajemos.
-Entrar sí, como antes. El problema será resistir.
Charlotte se incorpora y lanza nuevamente escaleras abajo.
-¡Vamos! No perdamos más tiempo!
Ella tiene razón: el hedor aún siendo tan insoportable como antes está ahora más oxigenado. Apesta igual, intoxica menos.
El olor a fuel-oil hollín anticongelante ácido de baterías grasa y aceites procede directamente de debajo de sus pies: segundo sótano. En ese punto se aloja el motor con toda su servidumbre: depósito, baterías, generador. Todo lo relacionado con la vitalidad del barco. Si se quería anular a ese gigante, su avance o sus sistemas, bastaba con provocar una avería. O bien accionar la palanca de color rojo con cartel en cinco idiomas que dice: PARE. No sabiendo si era el lector o la maquinaria quien se detenía.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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