Fausto no se mueve. Los ojos clavados en el escabroso y horripilante contenido. El sobrecogimiento anula su capacidad de reacción. Delante: cuatro anulares, uno aún conserva el anillo ensangrentado. Un sello grande con la talla de un elefante barritando. Pero también dos dedos corazón cinco índices ocho meñiques seis pulgares. Cada uno en distinto estado de conservación: putrefacto, momificado, reseco, pellejo y hueso. Dedos largos cortos rechonchos delgados, todos al final torturados. En una aguja de coser arqueada como una gargantilla y poco más que del tamaño de un cuello adolescente, atravesadas igual que ruedas de chorizo, una decena de orejas. Difícilmente reconocibles salvo por la estructura cartilaginosa, endurecida y seca como corteza de cerdo. De una de ellas cuelga un pendiente, claramente de mujer. El pendiente la oreja ya no se sabe. Con cuatro perlas, una rota, engarzadas con eslabones de oro. Y todo ello bajo la inevitable pátina de sangre y tiempo. De otra un aro de plata, con el pasador doblado quién sabe si por la pelea o la tortura. Podía aquel resto de oreja ser también de mujer, pero lo mismo que de hombre.
Y entre unos y unas… gusanos, larvas en realidad. Larvas pupas y moscas, vivas y muertas. Las vivas salen de la caja como un enjambre contra el rostro de Fausto. A Charlotte los dedos le provocaron asco, las moscas un enorme susto. Las muertas se agrupan por los rincones, buscaron tal vez una escapatoria antes de perecer. Quizás se succionaron unas a otras según menguaba la provisión de carne tierna. Humana.
Fausto retrocede hasta el punto donde Charlotte sigue tirada. Toma una lona vieja, la extiende sobre el rollo de cuerda improvisando una butaca. Muy incómoda pero suficiente para ambos. Ella con su ayuda se levanta, para sentarse a su lado, en silencio y pensativos.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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