El martillo que la despertó siguió golpeando. No recordaba haber encargado nada nuevo al jardinero, así que tras dos bostezos y un qué demonios decidió levantarse. Fausto sí, el demonio y su pacto: una casita de flores para invierno y verano, daba los últimos retoques a la pequeña gran obra. Pequeña para él grande para ella. Remataba con una veleta la línea que separa los dos planos inclinados de la cubierta. Una veleta con silueta de tortuga. Marina y viajera como ella. También con algunas cicatrices pues recorrer largas distancias tiene sus consecuencias: muchos depredadores a los que se ha de esquivar, numerosas las riñas que hay que ganar, fondos rocosos contra los que de vez en cuando nos estrellan fuerzas que no podemos controlar. Y nada deja indemne.
Ella se asomó al balcón de la casa embrujada donde vivían. Otra fortaleza para tiempos de ira que también construyó Fausto. Piedra a piedra, renglón a renglón de acuerdo al propio programa, y sin más ayuda que la rabia y sus garras. Sorprendentemente confortable, ambos moraban en ella como fantasmas por el castillo. Arrastrando las penas de sus tormentos, ocultando la razón de su sufrimiento. Solitarios en compañía buscando consuelo por las rendijas de la oportunidad y el roce del cariño sustraído al tiempo con furtivismo.
-¿Qué estás haciendo, my love? –preguntó ella con ojos de despertar. -Lo prometido. Me dije que de hoy no pasaba y llevo toda la noche trabajando. Siento haberte despertado.
-No importa, bajo ahora mismo.
Lo prometido no era otra cosa que el pacto: la casita de flores a cambio de la epopeya que ella escribió. La del terremoto, la que sacudió los cimientos que desmoronaron un sistema ya enfermo y al borde del abismo. La que no sólo trajo la libertad a un pueblo de resignados acostumbrado a vivir entre celdas, sino también la riqueza económica para la autora. Por fin vio el fruto al esfuerzo de toda una vida entre desequilibrios neuronales, complejos químicos complejos y neurotransmisores con problemas de conexión inalámbrica. Gracias a los royalties de un libro traducido a cincuenta y tres idiomas y que ya iba por la edición treinta y siete, pudo ella de verdad sentir la libertad.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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