Aquel día transcurrió releyendo libros que fue seleccionando para la ocasión: el indeterminado momento en que pudiera habitar su casita de flores. Emocionada como un niño con un juguete nuevo, o como un adulto que ha encontrado sus juguetes de niño, apiló los libros sobre la mesa caoba del despacho: regalo sibarita autofinanciado con los royalties de su historia. Uno tras otro, extrajo nombres botánicos de las plantas que cultivaría en su casita, así como un diseño de cuál sería la mejor disposición para que las interrelaciones entre las mismas no afectaran a su crecimiento. Las plantas también se hablan, o se retiran el saludo si llega el caso –decía con la convicción de un ortodoxo.
Pronto vio que el tan deseado habitáculo verde se le quedaría pequeño para sus pretensiones. Tuvo que rebajar expectativas, algo que ya consideraba una necesidad superada pero… nunca es suficiente. Con más rabia que calma tachó de la lista especies que consideraba fundamentales para un jardinero que se precie, pero no cabían. No se resignó a eliminar todos los cactus, así que dejó una muestra breve pero significativa que ocuparía el rincón derecho del fondo: el más seco y soleado.
Tres días más tarde tenía el género en la puerta del castillo. Cortesía de Jacinto el complaciente de quien escuchó con paciencia todos sus consejos pero no puso en práctica ninguno: sólo se fiaba de los libros. Inmediatamente se metió en faena, tanto había sido el tiempo esperando su casita de flores que ya no podía haber más demora.
En las primeras filas: actinomorfas, tubulosas y papilionáceas. En las siguientes: bilabiadas, acampanadas, crucíferas, rosáceas. La última: dialisépalas, vesiculosas, cigomorfas, papaveráceas e infundibuliformes. Los cactus: todos juntos a su rincón como una camada de polluelos bajo la lámpara. Para la parte más elevada del graderío dejaría las especies de más porte y menos cuidados, por la distancia. Sólo agua y nutrientes pero nada de mimos.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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