jueves, 25 de julio de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte VII (relato breve)




Escribir ese puñetero libro suponía retroceder a un punto de infelicidad y falta de libertad que prefería olvidar como se olvida la cárcel para sobrevivir. La tortura se enquista en el recuerdo y ella no lo permitiría. Y hubiera tirado la toalla definitivamente, de hecho lo hizo nada más empezar, de no haber sido por una frase de Fausto, siempre Fausto: No lo hagas por ti, hazlo por los demás. Se lo debes a todos los que no tuvieron como tú la fortuna ni la oportunidad para huir. Al taxista que te llevó al aeropuerto, al personal de la limpieza que trabajaba ese día y te vio marchar sin saber ni quién eras ni adónde ibas. Al panadero que te hacía el pan cada día y con una sonrisa arrancada a la desesperación lo vendía. Al conductor del autobús que tantas veces te dejó en la puerta del trabajo. Al chófer de la rastra que diariamente traía alimentos y productos frescos del puerto a la ciudad a cambio de una salario insultante. Al fontanero al carpintero al electricista al celador del hospital a camilleros enfermeras libreros zapateros fruteros vendedores ambulantes músicos artistas buscavidas en general. Personas todas ellas que, siendo tan válidas como tú, no contaron en su momento con la fortuna de recibir el consejo necesario y oportuno que decidiera su futuro. Y a partir de ahí, vuestros caminos se distanciaron. Para aquellos, el más que probable fracaso. Para otros, el estrellato. Se lo debes a todos los que no pudieron huir y a los que por intentarlo fueron encarcelados. O peor, ahogados.

Estas duras palabras de Fausto machacaron sus oídos como un mazo y rebotaron en su cerebro durante semanas. Ella encajó el golpe como era su costumbre: contestatariamente. Y el enfado duró el tiempo que tardó en asimilarlos. Hasta que un día, un día cualquiera un día normal de trabajo, en su despacho se presentó un desquiciado.

Otro desventurado más que caía por allí pero que, a diferencia del resto, su mente no se había roto por las drogas o el alcohol o los malos tratos o la herencia genética. Aquel infeliz lo destrozó la mala suerte, sencillamente. Algo tan injusto e imposible de manejar como el azar le desarmó a fuerza de golpes. La vida siempre a golpes. Y por ese tobogán en espiral fue cayendo el desgraciado, recibiendo una sacudida en cada vuelta. Parecía que aquel desdichado hubiera nacido para el infortunio. Y con experiencias como la suya era imposible no ser un derrotado, un muerto, o un desequilibrado; como era el caso.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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