martes, 3 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XXXIX (relato breve extendido)



Una semana más tarde, atragantado por una sobredosis de realidad, Fausto hizo su primer intento de huída: el desplante autolítico en la ceremonia de premios a la supervivencia.

Construido su castillo a una distancia de seguridad indispensable para su salud mental, no quería pertenecer a esa sociedad, no se identificaba con ella no pensaba ni actuaba ni sentía como ella. Desechaba ser uno más por la voluntad propia de una prosperidad inalcanzable. No compartía objetivos, no veía sus ideales, no aprobaba los métodos: todos le habían traicionado.

Por ello, sin nadie en quien confiar se resignó a la autosuficiencia emocional. Al escueto contacto humano de sus visitas a la ciudad, la parquedad de los monosílabos, el roce de manos desmotivado, forzoso e insensible en los intercambios producto-dinero. Esos breves apuntes de humanidad le bastaban para no olvidar de dónde venía, y le sobraban para no olvidar adónde no había que volver: la deshumanizada humanidad.

Aún así, gracias al campo y los fortuitos encuentros con animales, iba tirando. Galvanizando la soledad con escenas de fauna salvaje en alerta permanente: siempre acecha el depredador siempre espía el enemigo. En la ciudad él era esa ardilla vigilante, saltando de rama en rama, de calle en calle, para no ser visto o atrapado. Pero sin quererlo había metido la ciudad en su casa, con sus vicios y costumbres, en el salón de cine. Ya no podía deshacerse de ella, ya había soñado con ella, mal dormido por ella. Se había horrorizado al llenar el castillo de fantasmas. Con tantos moradores no dispuestos a marcharse, pensó que él sobraba.



La mañana del veintitrés de mayo de un año sin interés, tras una noche en que no pudo dormir, Fausto dejó la cama sin hacer y se vistió con su habitual ropa de trabajo: botas de monte, pantalón safari, camisa de múltiples bolsillos tela extradura, gorra beige escudo Hungría. Abrió la ventana de la habitación para ventilar pesadillas y unos débiles rayos de sol se colaron sin pedir permiso. Atrapados por el espejo del viejo armario de castaño, rebotaron hacia las paredes iluminando distintos objetos a su paso, e inventándose débiles y estiradas sombras por una estancia que, en realidad, ya estaba llena de ellas. Compitiendo por ser la más siniestra, a Fausto le recordaron sus primeros minutos con el tomavistas. No hubiera sospechado que aquel juego derivaría en tanta tragedia. Fuera, llovía.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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