Otro centroafricano descalzo vendía junto a una mujer embarazada y tres niños pequeños de rostros congelados, derivados de carne sin identificar de la que Fausto nunca había logrado averiguar su procedencia. Pero bajo el mostrador, al fondo del puesto en la penumbra de un rincón, entre cajas de madera mal colocadas asomaban las patas de un perro pequeño o un gato. Lo peor, es que visto con detalle en la pantalla, sólo había patas.
Contrariamente al primer piso de los pescados, el segundo de las carnes era silencioso. Siendo todo de importación los precios eran altos, y tal vez por eso nadie gritaba a la cara del cliente, nadie arrollaba al indeciso ni perseguía a los curiosos. Desde los destellos rebotados de su butaca verde, reparaba ahora en que la planta de las carnes era la planta de los muertos. Cadáveres en las cámaras cadáveres despiezados a la venta cadáveres de pie los vendedores. Mudos, apagados, vacíos. Muertos a la espera de un póngame medio kilo de cadáver. Espectros de una sociedad desesperanzada, de una generación en retirada. De la siguiente ya nacida derrotada.
Personas atrapadas en su tiempo como moscas en un cartón de pegamento. Respirando, mirando sin ver, frotándose las patas para sacudirse el pegajoso paso de los días. Presos de un momento de la historia sin historia. Con todas sus batallas ya perdidas, su futuro ya vendido, fracaso en oferta lléveselo que hoy es gratis. Perdedores, esclavos, parados, expulsados del tren de las oportunidades: sólo clase preferente pruebe usted la semana que viene ya está todo reservado.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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