Cuatro horas más tarde, con la bajamar el temporal amainado el sol calentándole el rostro, un cangrejo curioso cruzaba por delante de sus ojos en su simpático caminar lateral: indescifrable voy o vengo. Detenido ante el cuerpo del náufrago, ambos se observaron. Fausto desde su insignificancia de organismo no adaptado al hostil medio marítimo. El cangrejo, quizás preguntándose si aquel animal era comestible pues tendría reservas de alimento para él y toda la familia las próximas semanas sin cambiar de supermercado ni esperar a las ofertas.
Fausto, temiendo ser cazado in extremis por un cangrejo aventurero, irguió la cabeza y éste se asustó. Desapareciendo rápidamente por los huecos sumergidos del islote, verdadero laberinto de galerías imposible de rastrear. El horizonte despejado y profundo. Nadie a la vista. Se incorporó. Tumbado las últimas horas sin cambiar de postura luchando a intervalos contra el agua, estaba agarrotado. Las manos rayadas de cortes, chubasquero y pantalón rasgados como si hubiera sido atacado por un oso. Todo él era un resto de pelea. Aterido de frío, tiritaba. Miró hacia la costa, al punto donde creía que se había lanzado: lugar tan irrelevante como cualquier otro. Y él no era sino un hombre más arrojada su pequeñez en un islote insignificante y sin posibilidades, rodeado de agua a centenares de metros de tierra firme. Podría morir de hambre o sed antes de que nadie se diera cuenta.
La psicología es cosa caprichosa pues teniendo razones para estar desesperado, encontró un reto estimulante para lo contrario: salir de allí. Salvar la vida por el sólo desafío de lograrlo. Arriba, en cambio, los últimos pasos sobre la hierba fueron para lo opuesto: quitársela. O según el enfoque quizás lo mismo: también quería salir de allí. No encontrando otra forma para hacerlo que tirándose al mar.
Estudió el acantilado durante largo rato. Toda la pared se mostraba inaccesible, formidable e imbatible, salvo en un punto donde el terreno descendía ligeramente hacia el mar. En él creyó adivinar un paso, una línea en zigzag demasiado regular para no estar hecha por el hombre. Supuso que podría ser una escalera labrada en la roca, aprovechando tal vez oquedades naturales. No tenía alternativa: debía alcanzar esa posición.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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