Una brisa marina suave y un agradable sol de mañana junto al mar pueden ser el mayor sueño para la mayoría de mortales. Siempre que no se esté a una altura de veinte metros sobre un oscuro fondo de mar y trepando unos peldaños de apenas cincuenta centímetros de anchura, rotos, escurridizos y sin barandilla o cuerda alguna a la que aferrarse para estrangular el miedo. Porque eso debieron utilizar los contrabandistas y traficantes, cuerdas para atarse unos a otros, a la piedra y a la carga. O de lo contrario por allí no hubiera quedado un porteador vivo que repitiese experiencia.
Según ascendía por la grada traidora teñida de verde trampa mordida por la erosión, y atrapado entre la pared y el vacío, sentía que se iba agarrotando. Que los músculos se le entumecían y la respiración se aceleraba. A la par que el miedo. Qué ironía –se dijo-. Salté para ser libre y ahora estoy preso de la situación.
Y el pánico, que estaba a punto de vencerle. Recostado sobre los escalones como una babosa no quería ni mirar hacia abajo, pues cada vez que una piedra se desprendía la oía precipitarse a golpes para terminar con un sencillo chof. Y eso era todo. Debe doler mucho –se decía cada vez que una piedra saltaba al mar. De caerse, lo mejor es abrirse la cabeza al primer impacto, para no sentir cómo te partes a porrazos. Lo peor sería sobrevivir y quedar malherido en el muelle durante horas. Para morir de sed o inanición. O desangrado mientras te comen vivo las moscas, los cangrejos o las gaviotas.
Hizo un gran esfuerzo para tranquilizarse y detener esta línea de pensamiento que le paralizaba aún más. Sabía que sólo tenía dos alternativas: arrojarse de nuevo a reventarse contra el suelo, donde probablemente no le encontrara nadie hasta que los animales no dejaran de él más que los huesos que otro temporal arrastraría al fondo del mar; o seguir trepando para salir vivo de esa trampa. Y ya que el plan no salió como esperaba: no se reventó en el impacto contra el agua no se ahogó con la corriente no se estrelló contra el fondo rocoso no le sacudieron las olas contra la pared, optó por la segunda opción. Pues una cosa era suicidarse y otra tener un accidente.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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