Cincuenta metros de caída a un hermoso azul de mar tranquilo bañado su rostro por agradables rayos de sol y acariciado con una brisa más fuerte y fría según ganaba altura, no le parecieron la más bella estampa donde quedarse la mañana a disfrutar del maravilloso mundo. Gritando en un profundo acto de contrición qué fantástico es vivir y cuán hermoso amanecer cada mañana. Al contrario: a su derecha o izquierda alternativamente según zigzagueaba la escalera, esperaba la muerte el infierno llamaba. El final de todo acto heroico o cobarde. Comprendió qué era sentir miedo de verdad. Verdadero terror a perder la vida, pese a todo. Qué cierto podía ser que se llega a morir de miedo; es una mera cuestión de intensidad. Para él, aquella experiencia era lo más cercano que había estado nunca de la muerte, habida cuenta del fallido intento de suicidio y que por tanto no computa. Y aún le quedaba más de la mitad.
En esa lucha interna con sus miedos y externa con el acantilado estaba cuando, una pequeña ave marina que no identificó, se posó pocos metros más arriba. Con la tranquilidad y la seguridad de quien está pisando tierra firme carente de peligro, pero mira con insolencia y sin temor hacia el abismo. Aquella escena, le pareció un insulto. Era, un insulto. No para él sino para toda la especie humana. Tan pagada de sí misma, tan soberbia y autosuficiente. Tan envanecida de haber conquistado cada rincón del planeta tan eufórica en sus triunfos como codiciosa en sus metas. Y él, no más que un ejemplo de homo sapiens ni mejor ni peor sino otro igual a los demás. Humillado ahora hasta el llanto por un ser que no pesaría más de cien gramos. Una agachadiza común, joven e inexperta que quizás nunca hubiera visto a un humano y sentía curiosidad.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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