jueves, 5 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XL (relato breve extendido)



La mañana del veintitrés de mayo de un año sin interés, tras una noche en que no pudo dormir, Fausto dejó la cama sin hacer y se vistió con su habitual ropa de trabajo: botas de monte, pantalón safari, camisa de múltiples bolsillos tela extradura, gorra beige escudo Hungría. Abrió la ventana de la habitación para ventilar pesadillas y unos débiles rayos de luz se colaron sin pedir permiso. Atrapados por el espejo del viejo armario de castaño, rebotaron hacia las paredes iluminando distintos objetos a su paso, e inventándose débiles y estiradas sombras por una estancia que, en realidad, ya estaba llena de ellas. Compitiendo por ser la más siniestra, a Fausto le recordaron sus primeros minutos con el tomavistas. No hubiera sospechado que aquel juego derivaría en tanta tragedia. Fuera, llovía.

Bajó a la cocina, se preparó una tostada con queso de cabra, un zumo de naranja agria con miel y una zanahoria bien lavada que al morderla crujía como una rama tierna. Tomó el chubasquero del colgador al final del largo pasillo donde está la entrada del castillo; una gruesa puerta de dos metros por dos y medio en dos hojas muy pesadas. Roble viejo endurecido. Ahora, afuera llovía más. Salió y cerró con suavidad. No quería despertar a los fantasmas.

Delante, un camino de losas de piedra ligeramente desniveladas. Alguna quebrada con el peso de los años, la persistente lluvia, la nieve y las heladas. El firme había cedido de manera desigual y por las juntas y grietas ahora asomaban tímidos brotes de hierba que amenazaban con adueñarse del camino. La naturaleza, la naturaleza, se decía Fausto con frecuencia al observar este proceso.

Las losas, todas distintas, tampoco ayudaban mucho a mantener la perfección. Compradas a un revendedor de material usado, empaquetadas en dos pallets, sin sospechar que eran lápidas de cementerio. Una vez en obra pensó que quizás no fuese tan grave darles una segunda oportunidad, así que las colocó sin aspavientos con las inscripciones mirando al cielo. ¿No era allí a donde iban los muertos buenos? Pues resultaba congruente. Aunque quizás algún difunto malo desde el infierno echara de menos su lápida cara a la tierra, pero no era él quién para juzgar y condenar a los demás. Para eso, para eso ya hacía un gran trabajo la sociedad.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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