jueves, 5 de septiembre de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XLIII (relato breve extendido)



El instinto de supervivencia, esa parte del cerebro que nos gobierna aunque ignoremos, se impuso como la fuerza mayor en el débil duelo morir-vivir. En la oscuridad del mar agitado, sus ojos le guiaron hacia la luz, la luz del amanecer de un nuevo día para todos; peces incluidos. Salvo los muertos y para disgusto o regocijo de muchos vivos. Nadó, nadó hacia arriba como antes caía hacia abajo. Braceó y pataleó con desesperación hasta la asfixia. Arriba, arriba, ¡arriba!

Hasta que rompió el aire como antes el agua, hasta que respiró tan hondo y fuerte como en ocasiones bebió agua al borde de la extenuación. Tragó aire salada lluvia dulce espuma de mar, pero respiró. Y el cielo gris se mostró hermoso como nunca. Y el aire fresco y limpio como jamás había sentido. Respiró con tanta fuerza y tan hondo que flotaba igual que un corcho. La pared del acantilado, siempre visto desde lo alto, ahora surgió descomunal. Una gigantesca mole amenazando desplomarse y aplastarlo. Se asustó, nadó contra la corriente, alejándose hacia mar adentro. Luchando contra el sube y baja de las olas constantes. El chubasquero, liso y ajustado al cuerpo, fue también una solución hidrodinámica: disminuía el rozamiento.

Superada la distancia drástica de impacto, divisó a lo lejos una mancha oscura sobre el agua. Un pequeño islote de roca y mejillones del que nunca supo su nombre pero que se veía con facilidad desde la costa. Lo recordó de sus visitas al acantilado, supo dónde estaba y aunque con enorme esfuerzo, lo alcanzó tras cuarenta angustiosos minutos de lucha contra el oleaje. Agotadas todas sus reservas de energía. Quiso agarrase a la roca, pero se cortó con las aristas afiladas de las conchas de mejillones. Las olas le empujaban y golpeaban contra la piedra, sacudían a un muñeco solitario.


Rendido y abandonándose a la desdicha, una ola providencial más alta que el resto en un ciclo de dos por cada trece lo elevó sobre el islote. El chubasquero se enganchó en una punta de piedra extraordinariamente afilada, y aunque rasgado desde la cremallera hasta la espalda, resistió lo suficiente para retenerlo en ese punto. A salvo en once olas por cada trece. Tiempo suficiente para respirar y lo justo para reponer algo las fuerzas con que seguir aferrándose a las grietas. Y clavar las botas contra los cuchillos de los mejillones: ahora improvisados crampones contra el deslizamiento.




© CHRISTOPHE CARO ALCALDE

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