Mucho más interesante fue la mirada siniestra de la carnicera cortando la cabeza de un carnero con el hacha de cocina. Al asestar el golpe se dirigió a la cámara atravesando la lente con sus ojos fieros. Enviando el mensaje: Yo, soy el verdugo. Tú, serás el próximo.
Fausto comprobó cuánto le había incomodado esto, pues de forma inconsciente hizo un barrido rápido hacia tres tulipanes, de plástico, que en el puesto siguiente presidían el mostrador. Buscando quizás algo de alivio estiró un zoom por diez segundos preciosos de descanso.
O eso creyó, porque ahora en la pantalla, en el margen inferior derecho del encuadre, un niño de unos diez años moreno mocoso disgustado, ocultaba unos ojos hinchados. Harto quizás de llorar. Poco después, se veía cómo la dependienta, tal vez su madre, le pellizcaba el cuello con saña. Mientras con la mejor sonrisa, evidenciada ahora de plástico como sus flores, atendía a una clienta.
Pero si la crueldad de la escena resultaba perturbadora, no lo era menos otra clienta más a la derecha; según avanzaba Fausto con el tomavistas. Ésta rebuscaba en su cartera el dinero para abonar la compra, apenas un paquete de las salchichas más baratas, que no tenía. La grabación delató que tan sólo había unas monedas. Y no alcanzaba. La mujer añadió miles de excusas embarazosas que el tomavistas sin sonido no registró. Tanto mejor, él sólo quería ser testigo, hacer un retrato social. Sin humillar. A continuación, entre manos de cordero amoratadas estómagos de cerdo lenguas de vaca casquería de arce patas de reno y moscas, un asiático rapado al cero pescaba con palillos unos espaguetis blancos de una caja de cartón. Comida barata mala rápida para llevar… a ningún sitio. Y un perro esquelético con úlcera en los ojos lamía las gotas que como babas escurrían de la barba al suelo.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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