sábado, 3 de agosto de 2013

PÉTALOS DE PENSAMIENTO, parte XIII (relato breve)




Trozos de hojas y pétalos se esparcieron por el suelo, las estanterías, otras plantas. Con la ayuda del viento colándose a rachas furiosas por la ventana rota, un fragmento del tamaño de una lenteja fue a parar al caldo de cultivo de una placa de Petri desechada por her own love en un experimento fallido. Junto a otros utensilios aguardaba en una esquina de la mesa para su limpieza. Las altas temperaturas y la humedad estimularon el desarrollo de unos aminoácidos esenciales que, combinados entre sí aleatoriamente y sin ningún reactivo parecían estar esperando la pieza fundamental que permitiera dar el gran salto hacia la percepción: un pétalo de pensamiento.

Aquel fragmento procedía de una planta ya manipulada por ella al más puro estilo mendeliano: ensayo-espera-error, ensayo-espera-acierto. De esta forma tan natural y poco intrusiva consiguió los vivos colores que buscaba, atardecer y sangre, dejando la información genética sin merma y enriquecida. Parecía que aquel pensamiento estuviera esperando su gran momento para expresarse en toda su plenitud, pues fue posarse en la placa de Petri y producirse la reacción química más inesperada de todas: la capacidad de analizar la información en modo consciente. Dicho de otro modo: prescindir del binomio acción-reacción y pasar directamente a la reacción, convirtiendo ésta en acción directa. Lo cual no era sino el primer paso hacia el libre albedrío, aún a escala molecular.



Angustiada por la dura noche de temporal ella apenas pudo dormir pensando en sus flores. Fausto, en cambio, más habituado a madrugadas de infierno no tenía problemas con las venganzas del cielo y sus tragedias. No en vano, él fue el primero en romper la tradición, quizás por desencantar, de una familia de marinos. Sin embargo, no pudo borrar definitivamente sus vínculos con el big blue y construyó su casa a escasos quinientos metros de un gran acantilado: ciento cincuenta metros de precipicio libre de obstáculos por cuatro kilómetros de longitud eran pared suficiente para no necesitar cerrar la propiedad en su cara norte. La finca daba directamente al mar, y desde la ventana más alta de la torre del castillo divisaba un horizonte infinito los días despejados con ninguna tierra a la vista.



© CHRISTOPHE CARO ALCALDE


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