Pudo grabar al pescatero exhibicionista y éste, por supuesto quedó encantado recompensándole con una de sus mejores exhibiciones. A su lado, la señora gruesa preparando arenques y destripando sardinas era puro costumbrismo. -¿Qué te pongo joven? –solía decir a los clientes quienes por temor a la emboscada cruzaban encogidos la frontera de su puesto. Tres metros de mostrador cargado de hielo cubierto de helechos tapados con pescado. Por el drenaje goteando escamas y sangre. En un cartón donde envolver la compra del cliente, el precio cambiante según iba la jornada. Por kilos o docenas de acuerdo al producto y la ganancia.
Como ella otras tantas desperdigadas por la planta baja del mercado. Tres pisos con dedicación exclusiva por procedencia: mar, tierra; animal o vegetal. La planta baja: bacalao de alta mar, ballena del norte, lenguados de Terranova, foca de temporada, camarones enanos, atunes enormes, calamares gigantes, luciopercas doradas, salmones plateados, langostas negras, medusas deshidratadas... Todo expuesto sobre montañas de hielo entre gritos del vendedor con el tono más alto y las necesidades más graves: chiquillos y deudas en ocasiones por orden inverso.
-¡Eh, aquí! ¡Ven precioso! ¡Puedes grabarme lo que quieras si te llevas algo! ¡Ven, ven, acércate que no te voy a morder!
Fausto se aproximó a un puesto que nada tenía de particular, salvo la mujer que con algo más arrojo y descaro que la competencia lo miraba clavándole sus grandes ojos azules.
-Mira qué genero, precioso. Cómprame una cosita y grabas lo que te plazca. No me vas a negar que tengo buena cara para la cámara. ¿O sí?
- ¡A esa ni caso! ¡Ven aquí que yo sí he traído lo mejor! ¿Has visto mis salmones? ¡Están vivos!
-¡Tú calla! ¡A tus años mejor los salmones los escondes!
© CHRISTOPHE
CARO ALCALDE
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