Presentía que ya había arrastrado a Fausto al trampolín del orgasmo, se detuvo súbitamente. Despojándose de bata y bragas, apoyó las tetas sobre la mesa y mostrándole un apetitoso trasero desnudo le increpó:-¡Fóllame imbécil!
A lo que él accedió con entusiasmo y dedicación. En otros treinta minutos de embates a ritmo de Bacalao de primera y Ballena de anzuelo ella liberó cinco orgasmos y toda su tensión laboral. Pocas cosas estresan tanto como la caza, o pesca, diaria del cliente desconfiado. Y ninguna descomprime como ese sexo sin programa reglas distracciones o compromisos.
De los cinco, el primero por necesidad el segundo por placer el tercero de confirmación. Cuarto y quinto réplicas del seísmo: mismo epicentro menor intensidad. Sin grandes consecuencias. Pero de todos, el verdadero fue el segundo. El único que le arrancó un grito que le nació en el estómago le recorrió la columna le atravesó el encéfalo. O fue al revés.
Él la observó con distanciamiento, como si en ese pulso sexual sólo fuera un voyeur. Un testigo analítico, un dador de placer ajeno a su reparto. Estudiando la escena de ambos cuerpos en colisión y disputa desde el aire en una posición privilegiada, elevada. Un observador tomando notas, registrando comportamientos, memorizando gestos para un posterior trabajo de laboratorio. ¿Por qué se mordió ella el labio inferior con el primer orgasmo? ¿Por qué dio en el segundo un grito indistinguible del dolor? ¿Qué hizo que le flaquearan las piernas en el tercero y cayera como un guerrero herido de muerte sobre la mesa? Atravesado su cuerpo con la espada desde atrás, que también sirvió de contención en el desplome del vencido.
Estas y otras preguntas se hacía mientras ella no cesaba de exclamar: ¡Fóllame cabrón, fóllame! Y obedecía, más por el gozo casi altruista de complacer que por el propio: había aprendido que siendo el éxtasis masculino un destello efímero mejor hacía de su búsqueda un tránsito interminable que un hallazgo temprano. Su verdadero placer estaba en darlo y observar. Regalar a sus amantes el tiempo necesario para que se retorcieran en el estremecimiento, perdieran la consciencia tras el definitivo y arrebatador orgasmo. Sacudiéndose casi en un ataque convulsivo que las dejara a su merced. Felices, agotadas, abatidas. Y sumisas.
En realidad, esa forma suya de resolver las escaramuzas sexuales sin rendirse ni interesarse por la propia satisfacción, era otra forma de ejercer poder, de tener el control sobre las amantes que tenían la suerte o la desgracia de caer en la trampa de su sexo. Siempre dispuesto a poseerlas no sólo físicamente. El verdadero dominio sobre la amante llegaba tras la rendición sin condiciones que proseguía a una cadena de orgasmos provocados, sí, por él. Eso, eso sí le hacía verdaderamente feliz. Lo único que le proporcionaba la satisfacción suficiente para seguir deseando más encuentros.
© CHRISTOPHE CARO ALCALDE
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